Resulta que había empezado la campaña electoral en la madrugada del viernes. Uno, que vive más de cerca los mercados y del pulso económico del país que los rifirrafes políticos, todavía se sorprende cuando comprueba que uno u otro político pide descaradamente el voto. Entonces, lo que hacían hasta ahora ¿qué narices era? Dicho esto, el circo político oficial ha comenzado a rodar. Paciencia, sólo son dos semanas y hay mucho fútbol para evadirse.
Las encuestas del CIS son realmente crueles con el poder socialista español y barcelonés (en un sentido metropolitano amplio) en particular. Quizá luego los resultados sean otros. Ahora todos sabemos que la opinión pública es capaz de virar en pocas horas ante las urnas, así que las euforias de los aspirantes mejor guardarlas y administrarlas desde el bolsillo. Método Guardiola, ya saben.
Lo que es innegable es que vamos a adentrarnos en una nueva etapa política. Como pasó recientemente en Catalunya, todo el mundo suspira por un atisbo de cambio municipal. Conservadores por naturaleza, al final resulta que aspiramos a respirar aire nuevo, y limpio, en nuestro entorno. Y poco importa que al final nos traguemos todo el monóxido de carbono que flota en el ambiente (léase Gobierno de los mejores). Más todavía cuando la confusión ideológica es de tal calibre que la aguja, el pajar y hasta el paje que la busca están todos ellos perdidos en un nuevo y deforme magma doctrinario postcrisis.
Eso no impide que Xavier Trias esté más cerca de la vara de mando que Hereu. O que, por ejemplo, en Andalucía vayan a cambiar muchas cosas el 22-M. Y que, en cambio, en la Comunidad Valenciana o Madrid todo parezca preparado para seguir igual. En fin, son cosas de la política, la opinión pública, la publicada y la verdadera percepción ciudadana, que acostumbran a tratar de lo mismo pero en versiones diferentes y en muchos casos opuestas.
En Catalunya, las cosas no parecen cambiar demasiado. Me explico. Esta semana mantuve un amistoso desvarío en Twitter con Rosa Cullell, la otrora poderosísima womancaixa, ex de Edicions 62, ex del Liceu y ex de la Corporació Catalana de Ràdio i Televisió. Se quejaba tras el partido Barça-Madrid del partidismo, forofismo creo que lo llamó, de los periodistas deportivos en las retransmisiones de fútbol. Tiene razón, hay exceso de decantación, y opino como ella: es intolerable en los medios públicos que obedecen a los intereses de una comunidad global y heterogénea.
Tanto insistía en tesis que ambos compartimos, que al final le recordé que ella había desempeñado un cargo de altísima responsabilidad en los medios públicos catalanes y que esa época no pasará a la historia como un modelo de neutralidad periodística deportiva. Ni deportiva ni de ningún otro signo por más que siempre sus rectores se amparen en la audiencia para defender un modelo caro, aleccionador y escasamente plural. Servidor, que intenta ser independiente, pero jamás indiferente a lo que se cuece alrededor, le recriminó que predicar es diferente a dar trigo. Y ella, que mantiene un discurso de lo políticamente correcto, en la orilla para no mojarse, se escudó diciendo que dimitió del cargo.
No pongo en relación una y otra cosa, pero es obvio que cuando alguien con posibilidad de cambiar mínimamente su entorno, que ha ocupado cargos de responsabilidad en diferentes ámbitos acaba desistiendo de cualquier posibilidad de transformación pueden suceder dos cosas: o falla el sujeto o la máquina que tiene delante es un engullidor de iniciativas renovadoras.
A diferencia de toda una generación de periodistas barceloneses no soy un fan de Cullell, al contrario. Como algún otro colega díscolo pienso que su currículum profesional merece tanto respecto como evaluaciones distintas y no siempre notables. Pero confieso que me preocupó su impotencia latente y la naturalidad con la que afloraba una vez fuera del poder.
Su caso es incomparable, por supuesto, al de muchos alcaldes que llegan a sus ayuntamientos con ilusión transformadora y acaban metamorfoseados por la burocracia y el desaliento funcionarial. Algunos, pocos, también se van. La mayoría, los más acostumbrados al trágala, persisten.
Por eso, aún entendiendo lo pernicioso de esa burocracia refractaria en que ha derivado la política, la honestidad profesional no puede llevarnos a pensar, escribir y divulgar que repintar los pasos de peatones a 15 días de unas elecciones municipales es una gran obra de gobierno.
Así que si los políticos y la política necesitan transformación, cambio y hasta relevo generacional, en el periodismo y los medios de comunicación el asunto no está mejor. Estas elecciones volverán a ser un magnífico testigo de nuestra decadencia colectiva en el análisis y la interpretación de nuestro entorno. Decirlo no genera amigos, pero como cualquier actitud rebelde desahoga. ¡Feliz campaña!