Una sociedad subsidiada

Me comentaba recientemente un amigo que su mujer se había jubilado. Para celebrarlo, ella y un grupo de amigas de trabajo y del barrio, que semanas antes o después estarían en la misma situación, habían decidido irse a cenar. La conversación entre platos giró, cómo no, sobre su nueva situación laboral y personal.

Enseguida una de ellas pareció tener una idea para seguir juntas haciendo algo en común: “¿Por qué no organizamos un club de jubiladas?” La sugerencia empezó a generar un animado y frívolo debate hasta que alguien puso sobre la mesa un argumento que pareció definitivo: “Además podemos conseguir una subvención del ayuntamiento y seguro que también de alguna otra administración”.

Mi amigo me explicaba esta anécdota para ilustrar al hilo de la discusión que en la que estábamos metidos hasta qué punto este país tenía metida en la cabeza de sus habitantes la idea de que las iniciativas, hasta las más banales, debían y podían arrancarse con dinero público. Ninguna de las personas que se sentaba a la mesa del párrafo anterior tenía problemas económicos, cualquiera de ellas podía por supuesto pagar una cuota para desarrollar ese proyecto común, pero todas ellas daban por descontado que tenían todo el derecho del mundo a ser sufragadas con dinero de todos los contribuyentes.

Esa mentalidad, como no está insertada por decreto en el ADN de cada uno de los ciudadanos españoles, hay que atribuirla necesariamente a la cultura emanada de las instituciones que gobiernan este país. He leído hace poco a raíz de las informaciones sobre el ERE que el PSOE está preparando para reducir su plantilla que sus ingresos dependen entre un 70% y un 80% de las subvenciones públicas y apenas el restante 20% proviene de las cuotas de sus afiliados, parlamentarios y cargos públicos. Estos dos últimos grupos reciben a la vez sus emolumentos del erario público. Supongo que cantidades similares se dan en el resto de formaciones políticas.

Debo decir por adelantado que soy partidario de que el Estado subvencione a aquellas instituciones que juegan un papel fundamental para el desarrollo de nuestro sistema democrático, pero…. ¿tiene sentido que la subvención pública costee las cuatro quintas partes del funcionamiento de una institución en definitiva privada?.

La Fundació Trias Fargas, en el ojo del huracán por ser presunto instrumento de financiación irregular de CDC, debe a las subvenciones públicas la tercera parte de su presupuesto, un 65% más a empresas y… ¡un 2% a las cuotas!. También aquí supongo que la distribución presupuestaria sería extensible con leves variaciones a los balances del resto de fundaciones vinculadas directa o indirectamente a partidos políticos. ¡Fundaciones creadas por partidos que se financian en todo o en parte con subvenciones públicas decididas por los propios partidos, desde los diferentes estamentos legislativos o ejecutivos que alcanzan un círculo bastante vicioso!

A principios de junio, la asamblea de Foment del Treball, la gran patronal catalana, aprobó las cuentas correspondientes al 2011. Los ingresos fueron de 21,8 millones de euros. Las cuotas cobradas fueron 4 millones. El resto los generó por la asignación directa que les otorga su representatividad institucional (2 millones) y mediante la gestión de fondos públicos (formación, etc.).

No está mal para ser una organización independiente, en términos más o menos parecidos a lo que imagino que ocurrirá en otras patronales o fuerzas sindicales. Me explicaban esta semana pasada en Valencia que ante el recorte de fondos públicos todas las organizaciones patronales estaban recortando fuertemente sus respectivas plantillas llegando en el caso de Alicante a la venta de su sede y prácticamente el cierre de sus actividades.

Partidos políticos, patronales, sindicatos, medios de comunicación, sociedades deportivas, asociaciones culturales… dependientes siempre en diferentes grados del dinero público configuran eso que algunos gustan llamar la sociedad civil y que a la vista de sus balances no parecen justificar en modo alguno ese adjetivo que debería contraponerla a la del poder institucionalizado. En definitiva una sociedad subsidiada y, en consecuencia, escasamente independiente, algo que quizás explique la pobreza intelectual de la que hace gala este país.

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