Una pesadilla al final de la partida
Seguí el debate parlamentario de esta semana centrado en los cambios que Mas introdujo en el Govern después de la salida de los consejeros oficialistas de UDC y por la noche tuve una pesadilla.
El debate no se centró, evidentemente, en los cambios en sí mismos, sino que fue una exhibición del pimpampum habitual. A los líderes parlamentarios, los consejeros salientes y entrantes les importaban un rábano. No era eso lo que se debatía.
Fue un debate un poco más tosco de lo normal porque el ambiente huele ya a elecciones. Sus señorías están muy revoltosas últimamente y no se contienen. Sus bravatas nos alteran e impiden que podamos dormir relajadamente.
Cada cual puede hacer lo que le venga en gana con su vida y su comportamiento. No voy a ponerme repelente y recriminar a los parlamentarios su mala educación, que últimamente crece al mismo ritmo que el desaliño de algunos.
A veces, las formas simbolizan el fondo de lo que uno piensa de verdad sobre las instituciones. En el hemiciclo catalán aún no se han visto escenas de violencia física entre bancadas, algo habitual en otros parlamentos del mundo, pero el buen rollo de las primeras legislaturas, cuando servidor era asistente del diputado Josep Benet, se ha esfumado. Es cosa de otro tiempo. Ahora se percibe el odio.
Los debates parlamentarios son, ciertamente, una escenificación. Nadie pretende llegar a ninguna conclusión. Argumentos unilaterales y réplicas unilaterales impiden que el parlamentarismo sirva para llegar a acuerdos políticos entre contrarios.
Además, a la vieja izquierda parlamentaria, la que representa ICV-EUiA, el mal humor se le descubre en la mueca desagradable que siempre acompaña a Joan Herrera, incluso cuando parece que sonríe. Pone cara de perro por casi todo. Cree que así satisface a la generación nacida después de 1974, la de los «nuevos ciudadanos» como la denomina el sociólogo electoral Jaime Miquel, que aborrecen la tradicional política del «aquí mando yo». Pendiente de esa juventud indignada para poder seguir subsistiendo, a Herrera se le olvida, sin embargo, qué es la política y para qué sirve.
La pesadilla que me provocó el debate sobre el cambio de Govern fue la consecuencia lógica después de escuchar el monólogo de los portavoces y sus lindeces. Lo de celebrar elecciones el 27S no gusta a los unionistas ni tampoco a esa parte de los soberanistas que siempre que tiene la oportunidad le pone la zancadilla al soberanista de al lado, especialmente si se llama Artur Mas. Esto último es lo que causa desánimo y provoca que la gente esté hasta la coronilla de los políticos. La agresividad de los partisanos de Twitter, medio por el que se expande la mala leche, suma una mayor desazón al asunto.
Entre los partidos con representación parlamentaria, los hay que preferirían que las elecciones catalanas se celebrasen después de las elecciones a Cortes por si cayese la breva de que entre PSOE y Podemos pudieran desalojar a Mariano Rajoy y al PP de la Moncloa.
Parece ser, según los sondeos, que en esas elecciones se pondrá fin al sistema partidista clásico español, lo que se va a encarnar en la irrupción de Podemos y Ciudadanos. Uno u otro, o los dos partidos a la vez, quizás, van a ser imprescindibles para formar un arreglo tripartito con el PSOE que impida formar un Gobierno al PP.
Esa es la única alianza tripartita factible, una vez descartadas, tanto la gran coalición como una coexistencia entre el PP y Podemos. De ahí pues, el tenor del debate del otro día en el Parc de la Ciutadella. Caña al soberanismo –y un poquito al PP– y ninguna pulla entre PSC, ICV-EUiA y Ciudadanos.
El nuevo mirlo blanco de la izquierda se llama Pablo Iglesias, pero para los dirigentes del PSOE ese nombre sólo les sirve para evocar a su fundador. Promover a este Iglesias con coleta como presidente del Gobierno sería su ruina. No lo van a consentir. Por lo tanto, su candidato será siempre Pedro Sánchez, ese socialista que para concurrir a las elecciones del próximo mes de noviembre cambia la bandera roja por una bandera rojigualda de dimensiones elefantiásicas y hacerle así un guiño a Ciudadanos.
Por eso no me extrañó que Joan Herrera y Miquel Iceta insinuasen que el camino a seguir debía ser esperar a ver lo que pasará en Madrid cuando se convoquen elecciones. Ese sucursalismo mal disimulado es estructural en la izquierda catalana con vínculos estatistas.
Su Estado es el español y lo demás son ilusiones de quienes viven en la luna de Valencia, como me dijo una amiga, españolista a fuer de izquierdista. La pesadilla soberanista empezó, en parte, con la desafección socialista, lo que le costó un sinfín de bajas, y siguió con las exigencias surrealistas de ICV-EUiA, con las que obligó a plantear una doble pregunta en el referéndum del 9N para satisfacer sus contradicciones y que Camats pudiese votar una cosa y Herrera la contraria. Puro partidismo estéril.
En la bancada de la derecha, Alicia Sánchez Camacho tampoco ocultó que preferiría que el presidente Artur Mas no convocase las «dichosas» elecciones plebiscitarias. Sus razones son mucho menos oscuras que las de la izquierda unionista. Para el PP, Cataluña es, lisa y llanamente, una región de España con algunas peculiaridades. Con eso le basta y le sobra. No necesita otro argumento para presentarse como guardiana de las esencias patrias. Prietas las filas y punto.
Camacho también está convencida de que su Mariano va a superar los pronósticos y podrá seguir en Moncloa. Puede ser, pero la «coalición izquierdista rojigualda» le puede aguar la fiesta. Los del PP confían en poder recurrir a Ciudadanos, como ya ha pasado en Madrid y en otras comunidades, pues es el partido que aspira a sustituir a los nacionalistas vascos y catalanes en eso de la gobernabilidad española.
PNV y CiU daban su apoyo a tirios y a troyanos a cambio de respeto nacional y competencias. Ciudadanos les dará su apoyo por lo que se ve por patriotismo. Por ese nacionalismo español que les empujó a crear un partido en Cataluña que combatiera la inmersión lingüística y defendiese el castellano con todo tipo de mentiras. Sin embargo, por encima de la lírica patriotera está la prosa política, y Ciudadanos apoyará al partido que le ofrezca más poder y cargos. ¡Así de claro!
Albert Rivera se parece mucho a Pablo Iglesias, pero en versión pija y de derechas. Discursea, alimenta los demonios antipolíticos de muchos españoles, pero los dos persiguen hacerse con el poder. Seguro que Rivera no ha leído a Ernesto Laclau en su vida y sin embargo parece que conoce sus tesis sobre el populismo tanto como Íñigo Errejón.
En Cataluña eso quiere decir dividir a la sociedad por razones de origen, de lengua, de identidad, con esas pizcas de odio, como también se le escapó a Iglesias en sus primeras visitas a Cataluña, que dividen a las comunidades. En España, en cambio, Rivera habla de regeneración como si fuese la reencarnación de Ortega y Gasset porque daría risa que se apuntase a lo de la «casta».
Para Rivera Cataluña es un accidente geográfico. Lo que le importa es España. Si Rivera aspirase a algo en Cataluña, él seria el candidato el 27S, ya que las encuestas auguran una subida espectacular de Ciudadanos hasta el punto de obtener entre 20 y 23 diputados, superando en mucho los 9 actuales.
Rivera no aspira a ser presidente de la Generalitat, institución que le importa un carajo; sólo quiere ayudar a la formación de un Govern unionista, con un PSC debilitado, si puede ser, para evitar la secesión de Cataluña y mandar desde lejos vía Inés Arrimadas, su fiel escudera. Lo suyo está sacado del manual del buen patriota español.
No descarten que mientras la sociedad civil y los partidos soberanistas se enzarzan en interminables discusiones sobre listas únicas, transversales, civiles con y sin políticos y cualquier otra de esas ocurrencias propias de un país lleno de aficionados a la tertulia, al final los unionistas estén pactando a sus espaldas el post 27S.
¿No se le ha ocurrido a nadie echar cuentas y pensar en un posible pacto unionista entre PSC y Podemos, con el apoyo externo de Ciudadanos, si el soberanismo no consigue la mayoría absoluta? El gobierno que Àngel Ros ha pactando en Lleida con Ciudadanos es la demostración de que los partidos que se oponen al soberanismo son capaces de unirse a pesar de las distancias ideológicas. ¡Qué papelón el del otrora díscolo catalanista Ros!
El PSC ya ha renunciado al derecho a decidir. Podemos ni lo contempla en su programa fundacional. Sólo falta que ICV-EiUA se retracte definitivamente de esa reivindicación para cuadrar el círculo. Les costaría una escisión, eso es seguro, pero el dúo dinámico ecosocialista lo justificaría diciendo que en España está a punto de llegar el mesías y que la revolución exige sacrificios. Lo mismo que les dijo Stalin a los comunistas griegos en 1944 cuando los dejó tirados.
¡Qué pesadilla, Dios mío!