Una insurrección con la máscara de la sonrisa
Las únicas sonrisas que levanta el 'procés' son las de sus protagonistas, pero no ocurre igual en la gente señalada, insultada, o en las empresas que se han ido de Cataluña
Se acaba de estrenar en París la película titulada Avec un sourire, la révolution, del director canadiense Alexandre Chartand. Un film sobre el “proceso” independentista en Cataluña y el referéndum ilegal del 1-O. Un documental que, según L´Humanité –del stalinismo a la ecología- “resuena como la llamada a una insurrección pacífica y alegre”.
No he visto el documental, pero el título y la nota de L´Humanité, suenan a ñoño, dulzón y empalagoso. Como el “proceso”. L’Humanité se equivoca, a medias, al asociar el “proceso” a “una insurrección pacífica y alegre”. Insurrección –sinónimos: rebelión, motín, sedición-, sí. Pero, ¿Cómo puede ser pacífica una insurrección que da un golpe a la legalidad democrática, quema contenedores, coches y motocicletas al tiempo que corta autopistas y vías de ferrocarril, impide el acceso al aeropuerto, avasalla al otro, se apropia del espacio público, e insulta y descalifica al adversario convirtiéndole en enemigo? Por lo demás, la alegría la manifiestan solo los protagonistas y la claque del jubileo independentista.
Fin de fiesta
La autodenominada revolución de la sonrisa del independentismo catalán tiene algo que ver con mayo del 68. No solo por los carteles, los eslóganes, las consignas, las barricadas y los adoquines. En la estela de los trabajos de Gabriel Albiac (Mayo del 68: el crepúsculo de una ilusión y Mayo del 68. Fin de fiesta, 2008 y 2018 respectivamente), el “proceso” ha supuesto la quiebra del sentido. Es decir, el fracaso de una ilusión que, para muchos –fundamentalistas, integristas, nostálgicos, ingenuos, oportunistas o sobrevenidos-, data de 1714, de 1939, de 1978, de 2012 o de anteayer.
En Cataluña, la democracia –la aplicación del artículo 155 de la Constitución y la sentencia del Tribunal Supremo, por ejemplo- pusieron fin a un “placer que solo vive de la ausencia y de la profecía falsa de futuro”.
Parafraseando mayo del 68, el “proceso” ha sido “la víspera de una revolución que no aconteció”, ha sido “más el cierre de una época, ya condenada a no tener continuidad, que la apertura de un ciclo histórico nuevo”. Y de ahí “el brusco vacío que se abrió, casi inmediato, bajo los pies de sus herederos, y en cuya rigurosa carencia de futuro hemos aprendido a instalarnos”. Conclusión: “Ningún futuro. Placer desnudo del presente. Nada que construir. Solo romper”.
Precisión: al mayo del 68 del independentismo catalán le falta imaginación, la creatividad, las ideas, los valores y la tolerancia del mayo francés. Del “prohibido prohibir” parisino a las “calles serán siempre nuestras”. La plaza de Urquinaona no es el Barrio Latino, la plaza de la Universidad no es Nanterre y Jordi Cuixart no es Daniel Cohn-Bendit.
¿El proceso? La deslealtad, la retórica, la ficción, la fantasía, el sentimentalismo, la exaltación, la torpeza, el sucedáneo, la épica de todo a cien, la nostalgia, el infantilismo y las selfies –eso sí, muchas selfies- de quienes se empeñan en hacer historia transgrediendo sistemáticamente, en virtud de falsos e inexistentes derechos, la legalidad constitucional y enfrentándose a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad. Todo ello, por una República imaginada.
Una soteriología laica
La autodenominada revolución de la sonrisa del independentismo catalán también tiene que ver, por analogía, con la crisis de los así llamados discursos emancipatorios. Fundamentalmente, el comunismo y el socialismo.
El independentismo habría entrado en crisis al quebrar los tres supuestos implícitos que le definen: el carácter romántico, la vocación fáusticoprometica y la deriva determinista.
El independentismo –una soteriología laica o doctrina de salvación situada en el aquí y no en el más allá- ve como el “espíritu del pueblo” de Herder y la “frontera interior de” Fichte, esto es, la identidad propia y la lengua propia, así como el alma del pueblo, no son más que una construcción nacional a la carta que no responde a la realidad.
El independentismo observa igualmente como la vocación fáusticoprometica que debía conducir a la utopía de la República catalana, desemboca en una distopía –de la quiebra social a la huida de las empresas pasando por el ridículo internacional- en toda regla. En suma, el independentismo percibe –aunque no lo reconozca por una mera cuestión de supervivencia ante la fiel infantería engañada- como el determinismo histórico nacionalista no llega ni lleva la salvación. Lo contrario es cierto.
Movimiento monolítico
Un fracaso sin paliativos que el independentismo no acepta. Un fracaso que hace que el independentismo -a pesar de la clara implosión del “proceso”-, con la consigna de “lo volveremos a hacer” –un ejercicio de retórica huera-, acentúe su característica de movimiento monolítico que, además de cargar las culpas a un Estado calificado de represor por el simple hecho de cumplir y hacer cumplir la ley, exige a los fieles la adhesión sin concesiones a un proyecto excluyente condenado al fracaso.
Cosa que no impide –mero tacticismo- que el independentismo catalán dialogue o negocie con el Estado con el objetivo de ganar tiempo para acumular fuerzas y –dicen- volver a empezar. Esto es, para regresar a la casilla de salida. Por ello y para ello, el independentismo catalán atiza el sentimiento nacional, la fe nacional, la misión nacional y la redención y salvación nacional. Un ejercicio de estilo –se venden sueños- que cuaja en determinados sectores.
Un ejercicio de estilo que recupera la deriva religiosa de todo nacionalismo que se precie: Iglesia, textos sagrados, liturgia, profetas, apóstoles, santos, Sumo Pontífice, concilios, obispos, clero, ortodoxos y heterodoxos, sectas, fieles y calendario. Una deriva de tintes escatológicos que define a un independentismo que ha cambiado la revolución de la sonrisa por la reacción del mal humor.
El próximo documental o film sobre el “proceso” bien podría titularse La insurrección con la máscara de la sonrisa.