Una Europa posible y pragmática

Entre la Europa utópica y la Europa cínica está la Europa real que no olvida sus ideales. Entre la eurofília y la eurofobia, entre el euro-entusiasmo y el euroescepticismo, está el euro-realismo. Un proceso similar a la depreciación del significado de lo que fue la transición democrática se da con la actual post-crisis de la Unión Europea.

Los nuevos agrimensores de la transición hablan del precio muy alto que tuvo que pagarse, sin valorar de donde se venía y adonde se llegó. Del mismo modo, los nuevos euroescépticos, más populistas que liberales, más nacionalistas que partidarios del mercado único, más proteccionistas, infravaloran lo que significa un proceso de integración que comenzó tras la Segunda Guerra Mundial. Todo el proceso ha sido un logro de unión frente a los instintos de fragmentación. De eso se habla con motivo del referéndum en Escocia.

Ciertamente, el proceso de integración europea no está exento de errores y fallas tectónicas pero no es fácil olvidar lo que han significado la reconciliación franco-alemana, el mercado común, la reunificación alemana, la ampliación hacia el Este o el euro. Para España, ingresar en la entonces Comunidad Europea fue un éxito irrefutable.

La integración avanza por estadios pragmáticos, a veces contradictorios, a veces complementarios, y no en virtud de aquel sueño privilegiado que todavía existe en la Europa tecnocrática. En cierto modo, la idea tecnocrática contiene dosis de una ideología que ha venido a sustituir el vacío post-ideológico. En plena post-crisis aún es más necesario un pragmatismo de altura que de sentido a todo lo que existe entre la tecnocracia y el populismo.

 
En los años treinta los sueños ya habían comenzado a poblarse de monstruos

Si no se dudaba de la ética de las ideologías, aún de las totalitarias, ¿a qué viene impugnar el pragmatismo por amoral? Muy al contrario, se basa en un modo de sedimentar opciones que procura siempre tener margen para rectificar, según el método de prueba y error y la salvaguarda del mal menor. Ese relato no ha sido suficientemente explorado.

Además de liquidar tres imperios, la Gran Guerra que estalló hace cien años acabó con una cierta idea de Europa, de una Europa “natural”, un modo de civilización que ya en el mundo de entreguerras parece más una hipótesis que una realidad. El fatalismo de una guerra llevó a otra guerra. En los años treinta los sueños ya habían comenzado a poblarse de monstruos. Sobre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial apareció el mapa de la guerra fría.

Ahora mismo, la tecnocracia tiene riesgos y uno de ellos es carecer de un pragmatismo razonable.Y para contrarrestar los nuevos populismos no ayudaba la imagen de los hombres del traje gris que, como delegación de la troika europea –hoy anulada–, revisaron las cuentas de los países-miembros que incumplían aparatosamente todos sus compromisos de rigor presupuestario y disciplina fiscal.

La deslocalización de soberanías, en parte ya iniciada por el proceso de globalización, se ha convertido en un puntal para la derecha identitaria en avance. También para el populismo a la izquierda. También los populismos nacionalistas.