Una campaña de monjas, «esteladas», trenes y… poca cosa más

Hay quien llega a decir, en serio, que el periodismo es un profesión de riesgo. No lo sé. Creo que salvo que uno sea corresponsal de guerra –una especie en extinción debido a las nuevas tecnologías- o se dedique a investigar mafias u otros poderes ocultos, el nuestro es un oficio hoy bastante cómodo, más de restaurantes y horas frente al ordenador que de situaciones de peligro.

Lo que sí puedo afirmar es que el periodismo resulta a veces bastante aburrido. Dedicarse a contar con más o menos fortuna lo que hacen otros puede resultar tedioso, créanme. Especialmente, cuando éstos tienen poco o nada que decir. Entonces, se preguntarán ustedes, ¿si no tienen nada interesante que proponer por qué pierden su tiempo los periodistas? Bueno, ése es otro debate sobre el estado actual de la profesión que no es el tema de este artículo.

Compartía con ustedes estas reflexiones iniciales a propósito de la campaña electoral que cerramos hoy. Realmente, hay que tener pocas cosas (interesantes) que decir para que el protagonismo de este período de debate y confrontación política en el que se anuncia, además, un cambio radical en la composición de tantas instituciones lo hayan acaparado en Cataluña dos monjas, una guerra de banderas y una avería de unos trenes, por mucho que en este último caso se arrastre desde hace tiempo una mala uva de narices.

Yo no tengo ninguna postura –vamos, que no he dedicado a pensar en ello ni un minuto- sobre si Sor Caram y sor Teresa Forcades deben o no participar en los actos políticos que crean convenientes, si lo deben hacer con sus hábitos o vestidas prêt-à-porter o si hace bien o mal el Vaticano en reprenderlas. No me interesa nada esa polémica, pero lo que me preocupa de verdad es que hayan alcanzado ese nivel de estrellato cuando tienen tan poco que decir y que los partidos las hayan acogido como agua de mayo con tan escaso bagaje intelectual.

Que sor Caram proclame su enamoramiento de alguien tan terrenal como Artur Mas o que la Forcades confiese su admiración por el camino cristiano emprendido, a su juicio, por Maduro en Venezuela las debería situar como mucho en alguna sección de excentricidades y nunca en el centro de una campaña electoral, pero…

Algo parecido me ha sucedido con la polémica sobre el uso o no de las banderas independentistas en edificios públicos que ha prohibido la Junta Electoral Central. O con el alud de políticos que han corrido a pronunciarse ante el nuevo desastre de las cercanías de Renfe ocurrido el jueves en Barcelona, que seguramente les dejó sin fuerzas ya para hacer lo mismo cuando el viernes falló el metro de la capital catalana.

Reconozco que ambos casos proporcionaban una oportunidad de utilización política difícilmente rechazable en las fechas en las que estamos, pero la pobreza y simplismo de los argumentos empleados ha sido de nuevo de aurora boreal. Por cierto, al igual que señalaba hace poco Joaquín Romero, sobre el escaso interés que parecía despertar el turismo en los programas y discursos de las diferentes candidaturas, les invito a que busquen con paciencia algo sobre transporte público. Estoy seguro de que se van a sorprender de la importancia que le dedican.

En cuanto a la guerra de «estelades» y la voluntad de algunos ayuntamientos de desobedecer el requerimiento de la Junta Electoral para retirarlas de sus fachadas, sólo puedo sentir lástima no porque las pongan o las quiten sino por el hecho de que la desobediencia a la ley sea algo opinable en una sociedad hasta hace poco tenida por una de las regiones europeas más avanzadas.

No me extraña, pues, que en ausencia de serias e interesantes discusiones sobre los modelos de ciudad que se defendían, más allá de las habituales vaguedades generalistas, dos monjas, una decisión de la Junta Electoral y una avería hayan sido capaces de chupar el protagonismo de una campaña cuya mejor noticia probablemente es que ya ha acabado.

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