Un favorable cambio de escenario
A medida que el tiempo pasa sin resultados tangibles, se produce una doble y previsible reacción: unos, inquietos por no llegar a tiempo al paraíso, radicalizan su discurso (y esperemos que solo sea eso) e intentan aumentar la tensión ambiental. Otros, cansados por la retórica, empiezan a desmovilizarse.
En este ambiente confuso y complejo, nuestro gobierno, el de la Generalitat, sigue con una actividad de nivel bajo, sin asumir toda la responsabilidad de gobernar el país, utilizando las herramientas para tratar de los asuntos públicos que el Estatut y las leyes le otorgan. En palabras de Carles Puigdemont es un gobierno «post-autonómico», que no debe ocuparse de gestionar las cosas concretas del país concreto; sino preparar el terreno para llegar a las puertas de la independencia.
A su vez, el nuevo Gobierno central sigue sin ser capaz de entender la situación creada –en buena medida como consecuencia de sus equivocadas decisiones– y sin proponer un camino que permita encontrar soluciones aceptables para todos. ¿Tiene sentido, con este panorama, afirmar que se acerca un cambio de escenario? Creo que sí, sin que sea ni inmediato, ni suficiente.
Mariano Rajoy, al frente del nuevo gobierno español, sabe que no dispone de una mayoría en las Cortes. Y, aunque le cueste reconocerlo, sabe que Cataluña es, si no el primero, como mínimo, uno de los principales problemas de su agenda. En el Congreso de los Diputados hay una mayoría dispuesta a hablar de la articulación territorial de España y las propuestas de reforma constitucional ya no son descartadas de entrada. Hay, y lo digo con toda la prudencia, una cierta predisposición a hablar de ello, que el Partido Popular no podrá bloquear.
En Cataluña podemos constatar el cansancio de una parte importante de las personas que han apoyado el soberanismo. A medida que el discurso del «choque de trenes» se hace más plausible, una parte importante de los que se han comprometido con la hipótesis de la independencia como la única solución se muestran dispuestos a escuchar otras soluciones que sean útiles, si es que éstas se explicitan.
Y en el terreno estrictamente político, hay indicios que permiten pensar en la progresiva recuperación de un espacio central del catalanismo, entendido como un movimiento transversal, plural y predispuesto a participar en la gobernanza de España, desde la más estricta defensa del autogobierno y del carácter nacional de Cataluña.
Ahora bien, para que esta hipótesis optimista se verifique, es preciso trabajar en la definición de los problemas concretos que queremos resolver. Puede parecer una perogrullada, pero haríamos bien en detener un momento la discusión para recordar las causas del malestar y la desafección que sostienen el reclamo de la independencia. No fuera que en medio del ruido olvidáramos la naturaleza de los problemas.
Creo que es necesario hacer este ejercicio, porque si no somos capaces de presentar un diagnóstico de los problemas concretos, será muy difícil, o casi imposible, iniciar una vía de diálogo, negociación y acuerdo.
¿Es posible hacer este ejercicio? ¿Es útil hacerlo?
Sí, lo es, si lo que deseamos es resolver la situación. Por supuesto, los partidarios de la secesión no tienen el más mínimo interés en ello. Porque su objetivo no es resolver estos problemas, sino constatarlos, magnificarlos y convertirlos en categorías. Los independentistas desean –legítimamente– la independencia de Cataluña, existan o no problemas, sean los problemas estos o aquellos.
Pero los catalanistas, que deseamos el mayor autogobierno de Cataluña, que exigimos el reconocimiento del carácter nacional del país, que reclamamos el respeto a nuestras competencias, que deseamos participar en los asuntos comunes de España y de Europa… los catalanistas, digo, sí necesitamos precisar los problemas existentes, para encontrar las soluciones aceptables para cada uno de ellos.
El catalanismo político y social, que conviene reivindicar sin nostalgia, pero sin complejos, no vive de buscar enemigos ni de enaltecer derrotas. Ha sido, hasta ahora, un movimiento pragmático que ha buscado en primer lugar obtener resultados para mejorar la calidad de vida de los catalanes y las catalanas. Menos épico, es verdad, que otros dispuestos a construir ilusiones, pero más capaz de evitar las frustraciones colectivas que la épica puede generar.
Hagamos, pues, un ejercicio de enumeración de los problemas a resolver:
En primer lugar, necesitamos precisar las competencias, es decir, las responsabilidades de los gobiernos: qué le corresponde al gobierno central, y qué a la Generalitat. Debemos reconocer que a menudo la frontera entre las competencias de una y otra administración no está bien definida. En los últimos años de mayoría popular, creo que el gobierno central ha hecho un uso abusivo de la posibilidad de dictar normas básicas y de armonización, que disminuyen la capacidad de decisión de la Generalitat.
Esto, que ha provocado un innegable aumento de la tensión, señala con claridad la conveniencia de precisar esa distribución y no dejarla, sistemáticamente, al albur de las sentencias del Tribunal Constitucional (TC).
Debemos clarificar que la relación entre la administración general del Estado y las administraciones territoriales no debe situarse en un plano jerárquico. Las CCAA no son administraciones subordinadas a la administración central. Son administraciones distintas, que deben ocuparse del ejercicio de sus competencias, y todas ellas han de ser capaces de colaborar entre sí.
Que la distribución competencial prevista chirríe no debe extrañarnos. Cuando la Constitución la estableció no teníamos experiencia ninguna. Ahora llevamos un buen trecho recorrido, del que debemos hacer un balance positivo, por cierto. Pero el ejercicio del autogobierno en este marco constitucional ha puesto de manifiesto disfunciones que, simplemente, hay que corregir.
En segundo lugar, debemos revisar el sistema de financiación. Que no se haya hecho en el calendario legalmente previsto no es admisible. Es preciso ajustar el sistema, que aunque ha dado resultados globalmente positivos, sigue sin resolver algunos problemas de fondo: la financiación de la solidaridad interna, que deben sostener la totalidad de los territorios; la suficiencia de recursos, en base a las competencias asumidas; la distribución de la capacidad de déficit público entre los diversos niveles de la administración pública; el incremento de la capacidad fiscal en el ámbito de los ingresos; los compromisos relacionados con la inversión pública estatal…
En tercer lugar, existe un desajuste en los procedimientos de toma de decisión de las políticas comunes. Es evidente que en el ejercicio de las competencias de cada administración, y también en las derivadas de la Unión Europea, hay siempre aspectos no resueltos que deben ser abordados. Es lo lógico en un mundo de soberanías compartidas y de interdependencias, España necesita instrumentos de carácter federal para hacerlo.
Como pasa en todos los estados compuestos, como el nuestro. El mejor ejemplo es la reforma del Senado, incorporada a un cambio constitucional, que es absolutamente necesaria para que ejerza, con una nueva configuración, la función de cámara territorial.
Y en último lugar, no por ello menos importante, hay un problema de reconocimiento. España ha de ser capaz de reconocerse en su diversidad, política, lingüística y cultural. Y nosotros necesitamos que se nos reconozca nuestro carácter nacional. Ahora bien, el reconocimiento del carácter nacional de Cataluña, y por supuesto el respeto a su capacidad de decisión en materia de lengua, cultura, educación y derecho civil, no debe comportar la ruptura de la soberanía del conjunto del pueblo español.
No necesitamos esto. Nación no es sinónimo de estado independiente. Hay muchos Estados con realidades nacionales diversas en su interior. Los nacionalistas, de uno y otro lado, identifican ambos términos, pero no es preciso que les demos la razón. No convirtamos eso en un problema insalvable. Esta definición de los problemas que resolver –que naturalmente es opinable– requiere un cambio constitucional.
Una reforma, que ha de tener un carácter federal si queremos una solución estable, que deberá conseguirse primero con un acuerdo político de muy amplio espectro. Y después será necesaria la ratificación popular vía referéndum. Serán los ciudadanos los que validen con su voto una propuesta de acuerdo. Y será ese voto –si conseguimos un buen acuerdo– lo que permita cerrar las heridas de la desafortunada sentencia del TC de 2010 sobre el Estatut.
En definitiva, hay terreno de juego. No es un camino ni fácil, ni inmediato. No hay soluciones mágicas. Pero se abre una ventana de oportunidad que sería suicida no aprovechar. En cualquier caso, lo que es una evidencia es que el camino de la desobediencia y del fomento del conflicto sólo nos lleva a un callejón sin salida. Yo no lo deseo para mi país.
José Montilla (PSC) fue presidente de la Generalitat entre 2006 y 2010