Un enemigo del pueblo

Periferias

A mi amigo Federico

Amigos o enemigos, esa es, según Carl Schmitt, la operación fundamental de lo político: saber quiénes son los nuestros frente a los que no lo son. Todos los criterios que sitúan a unos de un lado o del otro son fruto de la decisión política. Hoy quizás agregaríamos distintos «niveles de amistad», en la medida en que asumimos la participación de un «nosotros» más o menos grande en función de la adhesión a determinadas instituciones. Es decir, no sentimos el mismo grado de empatía con todos esos «nosotros» a los que nos adscriben. Nos dejamos llevar por criterios de cercanía local, aunque a veces podemos asumir una empatía absoluta con banderas que poco o nada tengan que ver con nuestra vida (y casi siempre, en estos casos, el deporte de élite ejerce como mediador, acortando distancias geográficas y culturales). En síntesis, en un vistazo al mundo que nos rodea y a las sensaciones que nos generan unos u otros pueblos (ya que la situación de un «nosotros» político es necesariamente popular, emana de ello, y de esta forma evitamos –por un momento– el conflicto de la denominación institucional, que no es sino la cristalización de esa legitimidad de lo popular), podemos encontrar el espectro político al que pertenece ese «nosotros» del que nos sentimos parte, y también la medida en que participamosde unas u otras escalas geopolíticas, aunque sea en términos sentimentales.

Desde esta perspectiva lo que nos interesa, políticamente, es comprender el proceso por el cual un pueblo determina sus alianzas y enemistades. Por ejemplo, ¿cómo podría un pueblo alejado del otro por miles de kilómetros sentir un odio profundo? Quizás ese otro pueblo tiró por la borda un cargamento de té pero, ¿se pararía a evaluar el pueblo si en verdad le afectó esa medida? La construcción de los límites entre amistad y enemistad, aunque encarnada en última instancia por la ciudadanía, requiere de algún tipo de mediación. No es indiferente que las noticias de este sabotaje estén bajo el auspicio del empresario transportista o del soberano del pueblo saboteador. Las ópticas cambian y es precisamente la decisión de asumir una u otra la que constituye un acto de decisión política.

Tenemos ya un pueblo o ciudadanía soberano, que gracias a una serie de mediaciones asume una opinión que conforma su decisión política, a partir de la cual se comprende a sí mismo como parte de un determinado «nosotros». Pero ello acarrea una paradoja que es, además, un problema democrático, ya que de esta manera la constitución de la propia pertenencia a un pueblo se construye de forma negativa: no estaríamos diciendo que formamos parte de un «nosotros» porque «somos A», sino porque somos «No-B». La realidad es bien distinta, solemos decir que «somos A», y no necesitamos recorrer todas esas negaciones que delimitan la pertenencia a «A» (no ser «B», pero tampoco ser «D», etc.). El problema, entonces, es que sabemos muy bien cómo ser «A» (no siendo ninguna de las otras posibilidades), pero nuestra única base de pertenencia a «A» es la negación, y no necesariamente un vínculo esencial con los nuestros, ya que la única característica que nos permite reconocerlos como «nuestros» es que no son «B», o «D», etc.; seguimos sin saber si ser «A» es algo más que no ser «B», es decir, si los que decimos ser «A» tenemos alguna característica propia, más allá de nuestras enemistades o amistades, que nos permita reconocernos y conformar un «nosotros» que sea algo más que negaciones de otros pueblos. Quizás por eso resulta más fácil forjar un enemigo que un amigo, ya que sería la única forma de justificar otras amistades (se le asocia a Aristóteles un vocativo que atraviesa la historia de la filosofía: «Oh amigos míos, no hay amigos.», Jacques Derrida le dedica una extensa y profunda reflexión en Políticas de la amistad).

Con este esquema, aunque problemático, puede comprenderse mejor la formación de un enemigo interno, alguien que rompe su pertenencia al «nosotros» sin que, por ello, deba adscribirse a otra singularidad; este es el caso del Dr. Stockmann en la obra de Ibsen Un enemigo del pueblo (Alianza, 2013). Resumiendo rápidamente la historia, el Dr. Stockmann es un reputado médico retornado a su ciudad, cuya insistencia en la verdad como bien del pueblo genera un conflicto que ilustra el vodevil de la democracia. Esta ciudad cuenta con un balneario en desarrollo, los informes del Dr. Stockmann deberían servir para poner en marcha una serie de inversiones que mejorarán sustancialmente el bienestar de la ciudad, gracias al turismo y los empleos que generará el susodicho balneario. El problema llega cuando Stockmann descubre que las aguas del balneario son tóxicas, y que su toxicidad se debe, además, a la tacañería de la administración que, al recortar el gasto en saneamiento, provocó vertidos tóxicos en las aguas del balneario. Stockmann considera, pues, que su deber como ciudadano es investigar e informar a las autoridades de este problema, calculando incluso el coste que supondría reparar el sistema de saneamiento y el tiempo que tardarían en limpiarse las aguas del balneario. Ibsen convierte al alcalde en hermano de Stockmann para darnos una lección política: los vínculos de sangre o de honor poco o nada tienen que ver con los vínculos del poder y de la política. La furia del alcalde solo ofrece misericordia a su honorable hermano, sugiriéndole que se retracte de sus informes y se mantenga en silencio. El vínculo se rompe y el Dr. Stockmann intenta cumplir con su deber a través de los medios, pasando por alto las amenazas de su propio hermano. Nuestro malogrado protagonista se convierte en un elemento de polémica para vender más periódicos, e incluso los medios que lo jalearon en un primer momento se vuelven contra él luego de lograr un nuevo trato de favor con el poder económico. El resultado de esta historia todos lo conocemos: el Dr. Stockmann se convierte en un enemigo del pueblo pese a que sus acciones estaban encaminadas al bien común.

He ahí el mismo problema. Es fácil enemistarse con el Dr. Stockmann por varias razones: primero porque, aunque pudiésemos compartir con él su noción de «bien común», ésta es una noción que también se construye bajo la disyuntiva entre amigos y enemigos; segundo, porque su participación del «nosotros» colectivo se vuelve en su contra, ya que su insistencia en publicar la investigación se asume como una falta de compromiso con su ciudad, es decir, no está siendo suficientemente «A», pese a que no es, todavía, «No-A», o «B»; y, por último, porque esta insistencia acaba siendo interpretada como una cabezonería personal, el ego propio de un burgués que no piensa en su pueblo (el individuo sufre la tiranía de las masas). Se dice en el nuevo testamento que la verdad nos hará libres pero, en este caso, la relación entre ambas ideas es más problemática que nunca. El Dr. Stockmann, en su compromiso democrático por el bien de sus conciudadanos termina convertido en un paria que simplemente no quiere enterarse de quiénes son los que verdaderamente dictan la verdad y sus criterios de adhesión. Ibsen plantea así los riesgos del populismo mediático, antes que, como sugieren algunos, los riesgos del sistema democrático. Y cabe la distinción puesto que es ya indiscutible que la legitimidad del regente emana, de una u otra manera, de la performance democrática por excelencia: la peregrinación a las urnas (vivimos más el rito que el mito, ese es el problema). En este caso, un médico y científico comprometido con su comunidad se ve reducido al rango de loco, se lo expulsa de la necesaria pertenencia al «nosotros», de ahí que sus palabras no encuentren oídos que las escuchen (sin embargo, su familia más cercana, esposa e hijos, se mantienen con él y asumen su mismo destino, creen en su verdad). La masa votante se deja seducir por las promesas del alcalde y se creen las mentiras de los medios, Stockmann no es ya un patriota ni un hijo predilecto, se ha convertido en el peor de los males que puede engendrar una comunidad: un cínico, que desestabiliza el relato de los poderosos.

Así las cosas, la pregunta a la que nos abocan estas cuestiones es: ¿cómo formar parte de un «nosotros», más allá de la negación del enemigo?, pero, sobre todo, ¿cómo conformar una unidad popular soberana que no quede a merced de la seducción populista de los medios, ni de las promesas envenenadas de los políticos? El problema que tienen estas preguntas es que nos interpelan en dos escalas que se entrecruzan entre lo subjetivo y lo colectivo: ¿soportaríamos hasta el final la defensa de la verdad y de lo mejor para los nuestros?, y también, ¿una contraposición como ésta, no implica que el bien y la verdad no quedan en una posición externa respecto a la identidad política?, es decir, ¿renunciaríamos a nuestra identidad con la comunidad para defender una verdad que es buena para esa comunidad que nos excluye?

En última instancia, todo ello nos remite a la posibilidad de una ciudadanía democrática comprometida con su bienestar y con una identidad que no coincide exactamente con esa que dibujan los medios y la clase política. Basta fijarse en profundidad en el ejemplo del Dr. Stockmann: él es un conciudadano emigrado, se ha ido al exterior a labrarse un futuro y ha vuelto convertido en un médico de prestigio. En el ejercicio de su profesión, termina expulsado de la comunidad que le vio nacer y que lo recibió con honores, pero solo esa posición es la que le permite defender la verdad y el bien hasta las últimas consecuencias, de hecho, él mismo llega a renunciar a su pertenencia a la ciudad, lo que le granjea el odio de sus últimos aliados. Es decir, el ejercicio de una ciudadanía democrática, legítima y comprometida con el bien de los suyos parece exigir una posición tan interna como externa a ese «nosotros» que se pretende defender. Un buen ciudadano no es aquel que lleva su identidad nacional hasta en el tuétano, sino que es aquel que sabe mantenerse a una distancia necesaria, la distancia que marca el compromiso con el bien antes que con la comunidad, incluso aunque ese compromiso esté pensado para una aplicación exclusiva con esa comunidad. Hay en todo esto una reminiscencia con el destino socrático, y aunque ambos personajes son mártires de la verdad, sin embargo, Sócrates rechazó el exilio y, por tanto, rechazó la posibilidad de seguir peleando por la verdad desde fuera de la comunidad, una posición que, ideológicamente, ya había asumido. Stockmann, en lugar de resignarse, asume la última de las consecuencias que exige el bien para la comunidad: convertirse en su enemigo, ya que solo así podrá tomar distancia y buscar la verdad más allá de los cantos de sirena de los medios de comunicación populistas, así como de los sueños de oro de la clase política.

Hay una profunda lección en el sufrimiento de Stockmann y su familia, quizás sea que no hay una ciudadanía democrática que consista en la comodidad, ni en la reducción del ejercicio político a la entrega de un sobre (con dinero o con papeletas, todavía está por decidirse qué es más efectivo). Decía Slavoj Žižek que el amor consiste en la aceptación incondicional de las imperfecciones del otro, y que por eso resulta perverso, ya que supone la reducción del cosmos a una única persona, a la que se le permite todo. Por ello, continúa, no debemos amar a nuestro mundo, ya que es el amor el que nos ciega y no nos permite ver sus verdades y sus horrores. A veces, ser un enemigo del pueblo es lo que mejor que podemos hacer por nuestro pueblo.

Santiago Caneda Lowry es  sociólogo, doctorando en filosofía por la UNED y miembro del seminario de investigación permanente Decontra