Un asalto a todos los capitolios
Mientras contemplamos atónitos hasta dónde ha llegado el derrumbe de la civilidad en EEUU, preocupémonos por impedir que algo parecido pueda producirse en España
En 1814 no había televisión, por lo que el mundo no pudo presenciar en vivo el único precedente del asalto al Capitolio norteamericano retransmitido en directo el día de Reyes. La diferencia es que hace 206 años, los atacantes que acabaron quemando el edificio eran soldados británicos, enzarzados desde dos años antes en una guerra con sus ex colonias. El miércoles, la agresión la protagonizó una turba incitada por el propio presidente de un país en guerra con sí mismo.
Solo unos pocos de los muchos acontecimientos que se designan como “históricos” acaban por merecer el calificativo. Con demasiada facilidad, se confunde el impacto con la trascendencia y el dramatismo de unos hechos con su capacidad para convertirse en punto de inflexión.
Pese a lo incierto que es hacer predicciones en la confusa realidad que vivimos, se puede vaticinar que el intento de sedición protagonizado por la horda trumpista contra la sede de la soberanía norteamericana va a tener efectos en el inmediato futuro. Lo que falta por saber es el signo de ese corolario. ¿Reacción contra el tsunami de populismo fascistoide que lleva años extendiéndose por el mundo o confirmación de que el ideal democrático se precipita irremisiblemente hacia su final?
La primera consecuencia es que Trump logró justamente lo opuesto a lo que llevaba pretendiendo desde el día en que Joseph Biden le ganó holgadamente en las elecciones presidenciales de noviembre. La revuelta de sus acólitos en la Cámara de Representantes y en el Senado se disolvió como un azucarillo cuando los parlamentarios republicanos más enajenados comprendieron –eso sí: con la horda aporreando las puestas de ambos hemiciclos– que apoyar al agraviado presidente no garantiza su supervivencia política sino todo lo contrario. Lo demuestra la victoria demócrata en las elecciones parciales de Georgia, que le dan a Biden la mayoría en ambas cámaras del Congreso que necesita para gobernar y no solo presidir.
Alentar la guerra civil
Trump y su camarilla más cercana (sus deplorables hijos, el infame Rudy Giuliani y el aprendiz de Himmler, Stephen Miller, entre otros) han alentado a sabiendas un intento de golpe de estado desde el corazón mismo de la república que juraron defender. Las redes sociales, el principal instrumento habilitador de su ataque contra la institucionalidad, llevaban semanas difundiendo machaconamente mensajes incendiarios que, explícita e insistentemente, aludían a una “guerra civil”. No es casualidad que entre los que asediaron el Capitolio ondearan más las banderas de la Confederación o de grupos neonazis que las barras y estrellas, cuya exclusiva propiedad también reclaman.
No lo es tampoco que centenares de los asaltantes vistieran uniformes de camuflaje, chalecos balísticos y cascos de diseño militar. Desde hace años –recuérdense los acontecimientos de Charlottesville en 2017 y la “gente estupenda” que, según Trump, los protagonizó— la Casa Blanca se ha esforzado en encauzar las fantasías de los weekend warriors (guerreros de fin de semana) norteamericanos.
El miércoles se cumplió la máxima goebbeliana de que una mentira mil veces repetida se convierte en realidad. Fue un milagro que no afloraran las armas automáticas con las que habitualmente se fotografían. El asalto no concluyó con centenares de víctimas porque los fanáticos trumpianos son unos patosos. Y en última instancia, unos cobardes.
Los acontecimientos de Washington han merecido la alarmada condena de muchos líderes mundiales. Emmanuel Macron dio nuevamente la talla como estadista y portavoz del credo demoliberal. Lástima que no logre ser profeta en su propia tierra. Los mensajes de otros dirigentes (Justin Trudeau, Ursula von der Leyen, Giuseppe Conte, Pedro Sánchez y hasta ese mini-Trump llamado Boris Johnson) coincidieron en expresar su confianza en la democracia y solidez de sus instituciones. Es probable que, mientras tanto, Xi Jinping y Vladimir Putin se estuvieran atiborrando de palomitas frente al televisor, encantados con el espectáculo ofrecido por su rival.
Espejo de nuestra propia debilidad
Pero, una de dos: se equivocan los que pregonan la robustez institucional o, imbuidos de una falsa seguridad, manifiestan lo contrario de lo que de verdad temen: que el torrente de nacionalismo, populismo y ‘realidad alternativa’ que circula en el corazón de nuestras sociedades acabe por llevarse por delante los cimientos de la democracia.
Y es que el asalto al Capitolio norteamericano es un ataque contra todos los sistemas democráticos e institucionales. Quienes incitan la iliberalidad –a sabiendas, como Trump, o porque no calibran la irresponsabilidad de sus afirmaciones— son también una amenaza a la que ha llegado el momento de responder.
Comparar lo ocurrido en Washington con lo que ocurrió frente a las Cortes en 2012 alienta la peligrosa polarización que divide nuestra sociedad. Tan dañinos para la convivencia democrática y el estado de derecho fueron las protestas que pretendían “rodear el Congreso” como quienes han convertido su oposición al Gobierno de coalición en un proceso incesante de deslegitimación.
Pablo Casado debe amordazar a García Egea si no desea ser engullido por los lobos que tiene a su derecha. Y lo mismo debe hacer Pablo Iglesias con su propia demagogia y con la de su pequeño Trotski, Pablo Echenique. Por mucho que disguste, el Gobierno que cumple ahora su primer año de mandato es plenamente legítimo.
Esa legitimidad, sin embargo, no le exime de la obligación de gobernar con arreglo a la verdad, en lugar de manejar las percepciones de la ciudadanía. Necesitamos rigor, valentía y exquisita sujeción a los valores democráticos más trascendentales, no confrontación o postureo.
El trumpismo, potenciado ad infinitum por la inmediatez de los medios de comunicación y la capilaridad de las redes sociales, confirma la efectividad de repetir machaconamente un mensaje hasta conseguir que la credulidad de una porción notable de la población lo asuma como cierto. En Cataluña tenemos el ejemplo de los que construyeron una república imaginaria.
Comparar lo ocurrido en Washington con lo que ocurrió frente a las Cortes en 2012 alienta la peligrosa polarización de nuestra sociedad
Es temprano para saber si la reacción de la polis norteamericana será lo suficientemente robusta y duradera como para revertir, al menos, en parte, los daños causados por los cuatro años en que Estados Unidos ha estado gobernado por el hombre más peligroso del mundo.
¿Se perseguirá con todo el peso de la ley a los que asaltaron el Capitolio y lo alentaron? ¿Logrará el Partido Republicano salvar lo que queda de su alma? ¿Tendrán Mike Pence y una mayoría suficiente de los miembros del Gabinete el valor de invocar la 25ª Enmienda de su Constitución para inhabilitar al presidente e impedir más estragos durante las escasas dos semanas que le quedan de mandato? ¿Se desvanecerán las posibilidades de que Donald Trump continúe enfrentando al país cuando salga de la Casa Blanca? Es razonable dudar que sea así.
De momento, mientras contemplamos entre atónitos y espantados hasta dónde ha llegado el derrumbe de la civilidad en Estados Unidos, preocupémonos por impedir que algo parecido pueda producirse entre nosotros. Llámenme exagerado, pero hay días que estamos demasiado cerca de la realidad alternativa como para confiar en que nuestras instituciones –urgentemente necesitadas de una regeneración— aguantarán indefinidamente el torrente nacional-populista.