UDC, el hermano menor
La federación de CiU nació de un fracaso y con el tiempo se convirtió en una historia de éxito, aunque es posible que acabe mal. A diferencia del republicano Heribert Barrera, quien siempre fue un fiel aliado de Jordi Pujol sin mezclarse orgánicamente con él, la UDC de Miquel Coll i Alentorn buscó una ligazón más o menos permanente con CDC al constatar su fracaso en las elecciones generales españolas de 1977, cuando formó una candidatura conjunta, para el Congreso de los Diputados, con la Federación de la Democracia Cristiana, liderada por Joaquín Ruiz-Giménez, y que en Cataluña se denominó Unió del Centre i la Democràcia Cristiana de Catalunya, que sólo obtuvo dos diputados, uno de ellos para UDC.
Para el Senado, UDC se unió a la candidatura conjunta Pacte Democràtic per Catalunya (a su vez coalición entre CDC, PSC-Reagrupament y EDC), liderada por Jordi Pujol. Tampoco les fue muy bien.
Además, en 1978 se produjo una escisión en UDC, liderada por Antón Cañellas, quien era el secretario general, para formar Unió Democràtica de Centre Ample, que se coaligó con la delegación catalana de Unión de Centro Democrático, el partido de Adolfo Suárez, y Unió del Centre de Catalunya, de Josep Miró i Ardèvol, para formar Centristes de Catalunya-UCD.
Cañellas, cuñado de Miquel Roca i Junyent y por tanto yerno de Joan Baptista Roca i Caball, uno de los fundadores de UDC en 1931, emprendió un viaje que concluyó en una especie de retorno no declarado, cuando en 1993 Pujol lo rescató para el puesto de Síndic de Greuges (el Defensor del Pueblo catalán).
Así pues, desde las elecciones de 1979 la suerte de UDC quedó ligada a CDC, que había salido mejor parada del primer envite electoral. CiU tomó la forma de coalición electoral, hasta que en 2001 los dos socios dieron un paso más y convirtieron en permanente esa colaboración de dos décadas.
A pesar de los conflictos intermitentes, ese «invento pujolista» funcionó y representó a los moderados de Cataluña que, siendo fieles al catalanismo tradicional, eran nacionalistas en Cataluña y regeneracionistas respecto a España. Las tres mayorías absolutas (1984, 1988 y 1992) en Cataluña y los 18 diputados en Madrid, cuando los dirigía Miquel Roca, de 1986 y 1989, sintetizaron esa hegemonía de CiU que le duele aun tanto a la izquierda catalana, incapaz siempre de aprovechar su implantación urbana para ganar a los nacionalistas.
El paso a la oposición de CiU en 2003 fue vivido de manera muy distinta por UDC y CDC. Los siete años en la oposición llevaron a los máximos dirigentes de CDC a reflexionar que les estaba pasando, pues a pesar de ganar las elecciones también constataban que su base electoral se empequeñecía y eso permitía la reedición de la coalición de PSC, ERC y ICV-EUiA.
Fue esa paradoja lo que llevó a CDC a plantear la Casa Gran del Catalanisme. La conferencia de Artur Mas del 20 de diciembre de 2007 fue el punto de partida de ese proyecto que yo mismo lideré intelectualmente hasta el mes de abril de 2013. UDC desconfió de esa estrategia desde el primer minuto porque sospechaba que lo que finalmente pretendía CDC era absorberla. El congreso de CDC de 2008 ratificó el giro que estaba experimentando la dirigencia nacionalista, lo que también era evidente en cuanto al derecho a decidir.
El relevo de los viejos dinosaurios y la aparición de una generación de dirigentes soberanistas sin complejos, dio un vuelco a lo que había sido hasta aquel momento CDC. Los cambios en UDC fueron, por el contrario, individuales y nunca afectaron a Josep Antoni Duran i Lleida, que dirige el partido desde 1982 y antes, en 1977, la Unió de Joves. Los partidarios del soberanismo en UDC han sido siempre defenestrados por Duran y su gente, pero haberlos, haylos, y no son pocos.
Francesc Marc Álvaro escribió el mejor libro que se haya escrito nunca sobre los inicios del «postpujolismo» y el encumbramiento de Artur Mas como el nuevo dirigente. Álvaro cuenta como el núcleo de jóvenes que luego fue conocido como el «pinyol» (hueso) apostaban por Joan M. Pujals y no por Mas, al que consideraban tibio nacionalmente.
Pujals se autoliquidó en 1999 y Mas fue entonces la única opción. Los jóvenes soberanistas se pusieron a las órdenes de un hombre al que las aventuras políticas no le seducen especialmente. Catalanista, liberal y católico, Artur Mas fue soberaneándose casi al mismo ritmo que la población abrazaba el ideal independentista.
A medida que se fue concretando la «era Mas», se hacía evidente que el «pujolismo» había sido la concreción del autonomismo de la transición en Cataluña, pues está claro que el ex presidente nunca fue independentista. El «postpujolismo» convertido ya en «masismo» llegó en un tiempo récord a declarase independentista liberal demócrata, con algún ribete socialdemócrata, asumiendo que el mundo en el que vivía –y viviría en el futuro– se había vuelto independentista y que tenía la oportunidad de encabezar el sector moderado de ese movimiento secesionista que los analistas inteligentes saben que no va a cesar por mucho que lo deseen las oligarquías catalana y española.
Cuando los relatos cambian, lo normal es que los dirigentes que no se adaptan a ese nuevo frame tengan un problema. ¿Es que hay quien no sepa que el enfrentamiento de la Generalitat presidida por Artur Mas con el Estado afecta a todos los ámbitos de su actuación política?
Los compartimentos estancos, propios del reparto de poder, se desbordan cuando lo que se decide en Barcelona tiene su efecto en Madrid y es combatido incluso con querellas. Por lo tanto, la vieja tesis de que los jefes de filas en cada parcela (Madrid, Barcelona, ayuntamientos, diputaciones, etc.) son los que deciden la orientación de un voto no tiene ningún sentido. Al contrario. Sería una manera de actuar suicida, vieja, ineficaz y peligrosa.
El lío de esta semana en Madrid entre CDC y UDC tiene su origen en esa discrepancia profunda sobre lo que está pasando. CDC no desautorizó a Duran i Lleida, sino que defendió al presidente de la Generalitat, que a su vez el presidente de su partido, porque él es el posible primer perjudicado de la ley antiterrorista pactada entre PP y PSOE.
CiU ha sido, como he dicho al empezar, una historia de éxito. Actualmente tiene 3.862 concejales, ostenta la mayoría de alcaldías de Cataluña, ya que tiene un total de 516, entre las cuales las de Barcelona, Girona, Reus, Sant Cugat, Figueres, Vic, Vilafranca del Penedès , Igualada, Tortosa, Berga, Lloret de Mar, El Vendrell, Premià de Mar, Martorell, Valls, Amposta, Tortosa, Vielha, Olot, Mataró, Balaguer, Tàrrega, La Seu d’Urgell, entre otras. CiU gobierna en las cuatro diputaciones. Con 50 diputados en el Parlamento de Cataluña, 16 diputados en el Congreso, 13 senadores y 2 eurodiputados, se puede decir que CiU es la mayor fuerza política de Cataluña. ¿De qué sirve ese potencial si su prestigio está en duda, su liderazgo es cuestionado por uno de los socios y su definición está aún por concretar?
El final de CiU está escrito porque es el pasado. Es la imagen icónica del autonomismo que hoy está en manos de los unionistas. El soberanismo requiere una nueva fórmula para cobijar a los moderados. Cuando dirigía la Fundación CatDem escribí un editorial en el que defendía que sin los moderados la independencia era imposible. Lo sigo creyendo, pero está claro que no todos los moderados son independentistas. Ahí está la diferencia entre Artur Mas y Josep Antoni Duran i Lleida, entre el mayor y el menor de los hermanos. Este va a ser el punto de ruptura entre los antiguos socios de la Federación.
El siguiente paso tendrán que darlo después de las municipales, ya lo verán, pero los movimientos pueden ser de un lado para otro y al contrario, como ocurrió con Antón Cañellas y Coll i Alentorn. En tiempos difíciles, decisiones difíciles y quirúrgicas si se quiere evitar la gangrena.