Txiki
Los que tenemos cierta edad somos propensos a la nostalgitis, que consiste en comparar la actualidad con el pasado y encontrar que el presente, las más de las veces, pierde en el cotejo. Quienes la sufren son fácilmente reconocibles por lo tajante de sus sentencias: «ya no se hacen películas como las de antes»; «hace años que los tomates no saben a nada»; «Nino Bravo: ese sí que tenía voz…»
Siempre me he esforzado por evitar la nostalgitis, pidiendo a mis seres queridos que me alerten al primer indicio y tomando medidas preventivas: desde una cuenta de pago en Spotify, para no quedarme en la música de los ochenta, a probar esos tomates de orígenes y formas inimaginables que uno encuentra hoy en los mercados.
Pero aún así…
Aún así, cuando muere una figura como Txiki Benegas, uno no puede menos que rendirse y declarar: «políticos así, ya no existen». Para nuestra desgracia.
Para cuando lean estas reflexiones, José María Benegas Haddad, nacido en Caracas, hijo de la diáspora nacionalista vasca que siguió a la Guerra Civil, estará enterrado en su Donostia natal. Digo natal porque uno es de donde son sus raíces y de donde elige ser. Y Txiki hizo, bien pronto en la vida, varias elecciones importantes de las que todos nos hemos beneficiado.
A diferencia de lo que afirman ahora muchos de los han escrito encendidos panegíricos sobre Benegas, yo a Txiki no le conocí bien. Es más, creo que sólo sus muy allegados le conocían bien. Pero le traté mucho entre un 1976 emocionante y esperanzado hasta 1982, bien entrados los años duros, los años de plomo en los que gobernar era un ejercicio de tremenda tensión, incierto resultado y alto riesgo personal.
Eran tiempos en los que la acción política, literalmente, podía determinar el éxito o el fracaso de todo un proyecto de sociedad. Eran tiempos, como tanto se ha dicho, de generosidad, de compromisos y de acuerdos. Pero también eran tiempos de intrigas, de maniobras audaces y mutaciones impensables.
Cuadros de la recién clausurada torre de control franquista hablaban y pactaban con militantes de ETA político-militar; señeras figuras del exilio regresaban en olor de multitudes a Euskadi, a Catalunya, a Madrid; abogados que realmente eran políticos usaban la toga como endeble habeas corpus para aflorar a los partidos clandestinos; obispos mediadores; nacionalistas trabajaban por la cohesión del Estado; comunistas monarquizantes, espías militares controlando a generales pre-golpistas…
Y un objetivo común, interpretado con matices notablemente diferentes en función del lugar que se ocupara en el espectro izquierda-derecha o en la geografía de las identidades, particularmente la de vascos, catalanes y también gallegos. Se trataba de crear con urgencia una nueva arquitectura institucional que hiciera justicia a lo que la sociedad, que ya entonces iba por delante de la política, merecía, deseaba y necesitaba más –literalmente—que el comer: libertad.
Fue una tarea de gigantes. Y como gigantes actuaron, aunque solo fuera durante unos años o en alguna única ocasión fundamental, hombres y mujeres a quienes les tocó la responsabilidad de hacer, cada cual desde su ideario, que aquello funcionara. Y para ello se tuvieron que superar obstáculos enormes y la resistencia de enemigos muy poderosos… y peligrosos.
En esos años de la incipiente democracia, toda una generación de informadores jóvenes copó en poco tiempo la información política y la relación personal con los nuevos personajes que, en apenas un lustro, gobernaría el país.
Txiki era uno de esos políticos y yo uno de esos periodistas. Benegas siempre tenía un momento para atender a los medios; para contar como había ido la negociación del Estatuto o comentar informaciones sobre ETA o sobre los tira y afloja con Adolfo Suárez. Contaba lo que podía y quería –y uno lo sabía— pero atendía detenidamente a los medios consciente de la importancia de la relación.
En la distancia corta, una vez establecida la confianza profesional y un cierto rapport personal, era amable sin ser confianzudo. Se tomaba tiempo para dar contexto y explicaciones que no sonaban a venta dura o línea del partido. Mantenía la distancia, pero esa ausencia de falsa bonhomie se agradecía. Al menos yo la interpretaba como muestra de respeto profesional.
A diferencia de otros correligionarios suyos, Benegas nunca ambicionó el poder para fines ulteriores o beneficio personal. El poder, para él, era una palanca, una herramienta de cambio. No era un hombre querido por todos, aunque sí, y mucho, por quienes compartían su afecto. Pero no recuerdo a nadie que no le respetara por su inteligencia, su habilidad política, su capacidad de negociar y tender puentes –particularmente entre socialistas y peneuvistas—y su implacable entrega a la consecución de los objetivos.
Tampoco era especialmente campechano, en la versión de palmada en la espalda y chascarrillo tan común en los pasillos de Las Cortes. Pero sí era poseedor de una sonrisa torcida y socarrona que uno debía interpretar en función de su propia relación con el político: aprecio, respeto o, incluso, una vaga inquietud, reacción que también podía despertar
Se ha ido uno de esos gigantes. Y lo ha hecho justo cuando la política actual –sea la madrileña o la autonómica, particularmente la catalana— alcanza mínimos absolutos de ética, estética y calidad. Abrumados por la mediocridad, el cainismo y la falta de opciones, la exigencia generalizada de regeneración actual recuerda a 1975y empieza a ser tan necesaria como fue la restauración de las libertades entonces.
Uno se irrita porque los profetas de la nueva política, cuya hoja de servicios resplandece por la cantidad de renglones en blanco que presenta, tienen la osadía de desmerecer a quienes hicieron la Transición y hablan de «Régimen del 78». ¡Régimen!, equiparándolo por vía semántica con el franquismo o la dictadura de Ceaucescu, por ejemplo. ¿Cómo se atreven?
Y así, pensando en esos años, recordando a Txiki y a otros gigantes que se fueron antes que él, confieso que sí, que me ha atacado la nostalgitis: Ya no hay políticos como aquellos.
Ni bandas como Dire Straits.