El 20 de mayo de 2008, la Comisión Europea adoptó, formalmente y con todo el boato que los funcionarios europeos acostumbran, una propuesta llamada “Proceso de Barcelona: Unión para el Mediterráneo”. Dos meses después, el 13 de julio, en París, tenía lugar la Cumbre inaugural a la que dieron el realce necesario más de 40 líderes, entre jefes de Estado y de Gobierno.
Se trataba de crear el marco necesario para que pudieran desarrollarse proyectos “que constituirían medidas visibles y tangibles de mejoras de la calidad de vida y los medios de subsistencia de las poblaciones de la región”. Y, así, de esta manera, “aprovechar esta ocasión de reforzar el entendimiento, la paz y la prosperidad entre todas nuestras naciones, culturas y religiones en beneficio de nuestros ciudadanos”. Bonitos pensamientos, bonitas palabras.
En un momento aún de plena efervescencia del mensaje más naïve y voluntarioso del presidente Zapatero, con el tripartito instalado en la Generalitat y un Hereu que aún respiraba, Catalunya y Barcelona se acogieron con entusiasmo al proyecto, lo impulsaron y ofrecieron la capital catalana como sede del secretariado permanente de la Unión para el Mediterráneo, cuya presidencia coejercían los jefes de Estado de Francia y Egipto.
El 4 de noviembre de 2008, Barcelona recibía con alborozo casi infantil su confirmación como sede, una adjudicación decidida en una reunión plenaria de los ministros de Asuntos Exteriores de los 43 países miembros de la Unión. Se ofreció el Palacio de Pedralbes, que debía ser acondicionado. Hubo generosas sesiones de fotos que ocuparon espacios protagonistas en todos los medios gráficos y abundantes reportajes audiovisuales. Un año y algunos meses después, en enero del 2010, se nombró al diplomático jordano Ahmed Jalaf Masade para la secretaría del organismo.
La primera cumbre euromediterránea a partir del nuevo estatus debía haberse celebrado en junio, pero se aplazó por el bloqueo de paz en Oriente Próximo. En noviembre se volvió a suspender la convocatoria, esta vez sine die. Eso sí, en el comunicado oficial se expresaba la satisfacción por el avance de los proyectos correspondientes a las prioridades fijadas por los jefes de Estado y de Gobierno y se toma nota de los pasos importantes dados para la puesta en marcha operativa de la Secretaría permanente… Y aquí paz y después gloria.
Pero no, los sucesos de Túnez y Argelia son poco gloriosos, como lo es en general la situación en el Magreb. Y, por supuesto, no hay paz. Y si la hay es a costa de severas restricciones democráticas, que eternizan en el poder a castas dirigentes cuyos objetivos parecen más orientados a un enriquecimiento sin límite que a una cooperación regional que aumente la prosperidad de las poblaciones mediterráneas, lo que encaja mal con esas espléndidas proclamas que concluyen los foros internacionales.
Dos años y un poco más desde que Barcelona brincara con júbilo por su designación como sede, Moratinos –uno de los artífices de la Unión por el Mediterráneo- ya no está en el gobierno, Hereu tiene otras cosas más apremiantes para su futuro de las que preocuparse, Montilla fue barrido electoralmente y Zapatero y Sarkozy, como la mayoría de sus colegas, viven más pendientes de cómo pagar la deuda y la inextricable evolución de los mercados financieros que de mejorar el mundo.
Pero Túnez y sus graves problemas estructurales siguen ahí. Como siguen ahí con los suyos, que son muy parecidos, Argelia, Marruecos, Egipto… Quien ya no sigue, pero no por voluntad propia, es Zine el Abidine Ben Alí, el presidente tunecino que ha tenido que salir por piernas del país y ser acogido en Arabia Saudí. Una parte de su fortuna estimada en varios miles de millones de euros tampoco está en Túnez. Seguramente podrá acceder a ella desde su nueva residencia, a donde pronto viajarán los familiares que viven actualmente en Francia, y que aunque exiliados disfrutarán del botín acumulado durante años por este antiguo policía y su actual mujer, Laila Trabelsi, ex vendedora ambulante y peluquera.
Mientras la Unión para el Mediterráneo buscaba un secretario, se adecuaba Pedralbes a su nueva funcionalidad y se esperaba con ilusión la cumbre que diera realce a esta nueva institución, en el 2009 el embajador americano Robert Godec veía así al socio europeo: «Túnez es un Estado policial con escasa libertad de expresión o asociación y con serios problemas de derechos humanos», como sabemos gracias a Wikileaks.
Y si bien los gobiernos pueden intentar ocultar los cables que se cruzan sus diplomáticos, mantener permanentemente ollas a presión es imposible como demuestra el levantamiento popular que está viviendo Túnez. Una situación que, de generalizarse en el Zagreb, tendría sin dudarlo graves consecuencias desestabilizadoras para Europa y, especialmente, España y Francia.
Pero los sucesos de Túnez son ante todo un síntoma, el fenómeno que revela la existencia de una enfermedad. En este caso, el abandono hace ya tiempo de la política. Los dirigentes políticos actuales se limitan en el mejor de los casos a gestionar como gerentes los países que gobiernan, puros gestores sin más largo plazo en sus portafolios que la próxima cita electoral. En consonancia, la política internacional, y también la interna, muestran una preocupante falta de dirección estratégica. Solo así puede entenderse el desconcierto que se observa.
La globalización económica carece por completo de una dirección política. Las multinacionales y los diferentes grupos económicos de presión la guían según sus legítimos intereses, pero sin instituciones que lideren y enmarquen la evolución mundial tampoco estarán seguros en el medio plazo. Promover el desarrollo económico en el Magreb está muy bien, así como elaborar políticas comunes de seguridad que frenen al integrismo islamista, pero no mover ni un dedo para que los socios avancen hacia la democracia es un grave error estratégico, porque sólo la democracia puede conducir hacia la estabilidad económica, como acabaremos viendo en China. La libertad es una aspiración irrenunciable en el ser humano.