Trump, la infamia
Lo siento; es personal. El próximo viernes, 20 de enero, sentiré algo parecido a la indignación. De hecho, la siento ya. Es una mezcla de frustración e irritación: Donald J. Trump se va a convertir en el cuadragésimo quinto presidente de Estados Unidos, un país con el que tengo vínculos desde la niñez.
Uno de sus grandes predecesores, Franklin Delano Roosevelt, en su espléndido discurso tras el ataque japonés a Pearl Harbor, sentenció que el 7 de diciembre de 1941 sería recordado como «una fecha que vivirá en la infamia». Al igual que muchos norteamericanos e incontables personas en el mundo, temo que el próximo viernes también pase a los anales de la infamia.
En esta ocasión, sin embargo, el ultraje no ha sido obra de un imperio oriental o, como el 11-S, de los fanáticos de un mítico Califato. Los norteamericanos se lo han infligido a sí mismos al entregar la Casa Blanca a un demagogo xenófobo y misógino desprovisto de las cualidades y la fibra moral que su magistratura requiere.
Trump representa lo peor de Norteamérica. No lo distinto o lo cuestionable; lo peor. Estados Unidos es un país tan grande y contradictorio que hasta sus defectos guardan proporción con su complejidad. El nuevo presidente los encarna sin atemperar por ninguna de las virtudes cívicas e individuales –también singulares— que lo hacen un gran país.
Apenas habían pasado 24 horas desde el cierre de las urnas en noviembre cuando el director de la revista The New Yorker y ganador de un Pulitzer, David Reminck, expresaba, con la pasión del mejor patriotismo norteamericano, el significado de la victoria de Trump: «es una tragedia para la república y un triunfo del nativismo, el autoritarismo, la misoginia y el racismo» (…) «un hecho repulsivo en la historia de EE.UU. y de la democracia liberal».
Nada de lo ocurrido desde entonces refuta esa noción. Si acaso está todavía más justificada la preocupación de gran parte de los norteamericanos y de muchos líderes mundiales. No se recuerda tanta inquietud en torno a un nuevo presidente. Y, precisamente por esa imprevisibilidad, tantos riesgos.
Las manifestaciones y tuits de Trump desde noviembre; sus decisiones y nombramientos, y los primeros pasos del Partido Republicano tras estrenar mayoría en el Congreso, son indicadores adelantados, e inquietantes, del tono ético y la estético de la Administración entrante. Su política concreta será la prometida: derruir todo lo hecho por Obama. O al menos internarlo.
La multitudinaria despedida del presidente saliente en Chicago el martes y la tormentosa conferencia de prensa de Donald Trump en Nueva York al día siguiente ofrecieron un dramático contraste entre la era que termina y el incierto futuro que nos aguarda.
En su reaparición, el mundo vio al mismo histrión de la campaña: aumentó la intensidad de sus ataques a la prensa; siguió ninguneando a sus propios servicios de inteligencia al diluir la injerencia rusa en la política norteamericana, que aceptó a regañadientes con un «todos lo hacen»; reiteró que «habrá muro y México lo pagará»; fustigó a China; amenazó a las empresas que produzcan fuera de los 50 estados… Y en un delirio megalómano, se proclamó como «el mayor impulsor del empleo que ha creado Dios».
El discurso de Barack Obama –una exhortación final sobre su credo político— se centró en la democracia y los valores de la decencia, la solidaridad y la inclusión. Abundó en palabras como «servicio», «respeto» y «participación». Por el contra, el vocablo preferido de Trump es «deal» (trato, negocio). Para él, el poder no es para transformar; es para ganar.
Se le preguntó por enésima vez por qué se niega a publicar su declaración de la renta: «¿a quién le importa? Gané las elecciones». Tampoco piensa deshacerse de sus bienes e intereses, sino transferir la gestión a sus hijos. ¿Conflicto de intereses? No importa; ganó.
¿Por qué ganó?. Eso llevan preguntándose desde noviembre políticos, periodistas y expertos, como si realmente importara. El caso es lo hizo. ‘Big time’ (a lo grande), como le gusta repetir. Esos mismos analistas, y no pocos los líderes mundiales, creen ahora que sus colaboradores y las exigencias de la ‘realpolitik’ harán aflorar a un Trump más prudente y reflexivo. Más ‘presidencial’. «Hay que darle una oportunidad», dicen.
Se equivocan. No va a cambiar. No existe una versión ‘presidencial’ de Donald Trump. Su éxito en los negocios se basó en avasallar. Su campaña consistió en romper violar todas las convenciones de la política tradicional. Los medios le encumbraron y Twitter le dio el arma perfecta para seguir avasallando. Esos instintos seguirán guiando como presidente.
Estados Unidos es la principal fuerza de la geopolítica y la economía mundiales. Y su ‘poder blando’ es igual de importante: incide en nuestro ocio, nuestro consumo, nuestra tecnología, nuestro bolsillo, nuestra forma de pensar y ver el mundo. Hasta quienes se oponen al modelo demo-liberal y la economía de mercado necesitan a Norteamérica para tener un enemigo que batir.
Ahora, todas esas certezas –no siempre gratas, pero al menos conocidas— serán puestas en cuestión por un líder que no oculta sus tics caudillistas y autoritarios, que concede su primera entrevista a Nigel Farage y que impulsa a Marine Le Pen al ridículo de fotografiarse, cual ‘groupie’ quinceañera del hiperpopulismo, en el vestíbulo de la Torre Trump.
Los ‘hearings’ (vistas de confirmación en el Senado) de alguno de miembros clave de la nueva Administración han abierto un resquicio para esperar que los nuevos secretarios de Estado y Defensa, Rex Tillerson y James Mattis, frenen la frivolidad de Trump en asuntos como el compromiso con la OTAN, el acuerdo nuclear con Irán o el reconocimiento de Rusia como un rival hostil de Estados Unidos.
Pero no hay garantías de que esa moderación se vaya a prolongar cuando deban convencer a su jefe de los imperativos del mundo real. Es igual de plausible que la diferencia de criterio entre un experimentado y realista general Mattis y un impetuoso Trump genere conflictos internos tan dañinos para la institucionalidad norteamericana como para la estabilidad del mundo.
La Unión Europea afronta la era Trump débil y dividida. 2017 está jalonado por una secuencia de elecciones que serán auténticas minas anti-UE si el neo-populismo continúa su ascenso. No hay tiempo para el ‘wait and see’ acostumbrado. Europa debe mostrarse leal en sus compromisos con EE.UU., pero firme y exigente. No solo en materia de defensa y seguridad, sino en proteger el ‘fair play’ comercial, económico, tecnológico y financiero que ha sustentado 70 años de una relación imperfecta pero funcional.
Y cada estado debe afirmar, además, su propia postura. Es hora de que Alfonso Dastis deje de ser un funcionario glorificado y para convertirse en agente político de los intereses de España. Y de que Mariano Rajoy abandone el quietismo que también está mostrando en este asunto.
* «El Americano Feo», es una novela de 1958 de William Lederer y Eugene Burdick que retrata la insensibilidad de la diplomacia norteamericana de la época en Asia. Influyó en la política exterior de John F. Kennedy cuando llegó al poder y sobre las generaciones posteriores de diplomáticos.