¿Trump? ¿Clinton? Sin mensajes claros no hay victorias

La victoria de Donald Trump en Estados Unidos se explica por diversos factores. Uno de ellos es la resistencia de la población blanca, que había gozado históricamente de privilegios, frente al resto de minorías. Pero existe un factor que traspasa fronteras, y que ha influido también en España. Y es la necesidad, para una parte muy importante de la población, todas esas clases medias que no saben qué pasará en el futuro, –y que han percibido claramente que el cambio que se está produciendo, en todos los ámbitos, es muy acelerado–, de recibir mensajes claros: respuestas, convicciones, programas, promesas con cierta posibilidad de que se materializarán. Se han acabado las medias tintas.

Eso es lo que le ha ocurrido a Hillary Clinton. Porque la pregunta que se podría formular no es tanto por qué ha ganado Trump, sino por qué Clinton no ha sabido movilizar a todos los demócratas que sí vibraron con Obama. El lenguaje es un arma de enorme poder. No lo es todo. Pero la comunicación en el debate político es esencial. Después se podrá gobernar con más o menos prudencia, pero la cuestión es que para gobernar hay que ganar. Obama lo logró. Ganó. Pero Clinton no ha sabido cómo vencer.

En España se puede llegar a un análisis similar. La falta de un mensaje claro, por parte de los cuatro partidos con opciones de gobernar, con convicciones y con ideas directas, dejó un mapa muy complicado, con un ganador, el PP, pero muy mermado, a pesar de haber logrado ahora el Gobierno. La posible altenativa, la que lo había sido siempre, el PSOE, no ofrecía nada con un cierto interés épico, no propuso ni lanzó una sola idea que provocara la agitación electoral. Algo que, a su manera, sí trató de trasladar Podemos.

Las clases medias de los países occidentales, y, por supuesto, las más desfavorecidas, han comprobado que el proceso de globalización, que las políticas económicas que maximizan los beneficios empresariales, pueden favorecer al conjunto de la clase trabajadora mundial, pero no les favorece a ellos en absoluto. Si se ha logrado un crecimiento de las clases medidas en China o en la India, es en detrimento de las clases trabajadoras en occidente. ¿Quién lo explica con nitidez? ¿Quién propone medidas para compensar esa realidad? ¿Quién se preocupa de ello? ¿Quién, por lo menos, empatiza con ese dolor?

Trump ha tenido la habilidad de recoger ese malestar en Estados Unidos, y se ha aprovechado de ello. Otra cosa será conocer cómo piensa gobernar, con qué complicidades. Y buscará, como ya lo hizo en su primer discurso tras conocerse su victoria, una cierta moderación, porque ahora debe gobernar para todos. Pero ha ganado, porque ha rechazado las buenas palabras, porque ha planteado lo que preocupa a millones de norteamericanos, algunos racistas, ciertamente, otros asustados, y otros coléricos con los señoritos demócratas de la Costa Este y de Washington. Y otros, también hay que decirlo, porque sólo reciben los mensajes de Fox News.

Es cierto que este cambio puede provocar desánimo. Porque podría resultar ideal que todo se discutiera con calma, desde la racionalidad más absoluta, buscando ese centro tan preciado. Pero ya no es posible. Los medios de comunicación son también actores de primer orden, y fueron los primeros, las cadenas televisivas, que vieron el potencial de Trump para ganar audiencias. Es el signo de los tiempos. Reprodujeron el modelo que a Trump le convenía, pero también al negocio televisivo. 

Ahora bien, y siempre sin mentir –cosa que sí se ha hecho en la campaña del Brexit, o ha hecho el propio Trump– lo que exige el debate político es un espíritu combativo, de mostrar que se tienen argumentos, ideas, programas dirigidos en beneficio del interés general.

¿Que era mejor el terreno de juego de hace unos años? Tal vez. Pero es que todo ha cambiado. El cambio en el modelo productivo va a toda velocidad, y una gran parte de las sociedades occidentales se siente perdedora, y reclama que se mueva algo, aunque el riesgo es que lo que llegue sea peor.