Trueba, el torero y el derecho inalienable a ser antipatriota
Las banderas seguramente han causado a lo largo de la historia más muertos que la tuberculosis. Solo la religión –esa otra abstracción que a menudo se alía con la de patria para definir la identidad del clan— compite en capacidad de enfrentar a individuos y pueblos.
La adhesión a la tribu –patria, nación, homeland, heimat— disfruta de renovada vitalidad. Nuevos nacionalismos se unen a los tradicionales. La Union Jack evoca pasadas glorias; la Cruz de San Andrés, futuros anhelos. Igual que la estelada, que ha tomado el lugar de la senyera como ‘bandera de lucha’ por la independencia. Es tiempo de movimientos nacionales frente lo foráneo; de revindicar la grandeur o advertir al mundo: ‘America First!’.
Hubo un momento en España en que nos creímos diferentes. Con la Constitución, desatamos lo que Franco dejó «atado y bien atado». Cuatro años después, nos declaramos colectivamente progres al darle al PSOE una mayoría aplastante para que el país «no lo reconociera ni la madre que lo parió», como prometió Alfonso Guerra.
Hoy, la nueva política reniega de aquellos años –recalificados como ‘Régimen del 78’, relegando a la Transición al mismo campo semántico que el franquismo— y resalta sus carencias. Y es verdad que fracasó en algo importante: No conjuró el cainismo y la inquina que informan nuestra identidad desde que el visigodo Eurico mató a su hermano Teodorico.
Fernando Trueba tiene suerte. Si fuera norteamericano, la parroquia de Donald Trump estaría clamando «lock him up!» («que le encierren») por airear su nulo sentimiento patrio. Aquí, los guardianes de las esencias solo han decretado una fetua contra su último film, ‘La Reina de España’ y le han lapidado en las redes por anti-español, vendepatrias y subvencionado.
Es hasta lírico que Francisco –Fran—Rivera, estrella del toreo y del papel couché, haya dado alas al boicot: «Este hombre [es] muy buen director, pero un hipócrita; ¡devuelva las subvenciones, sinvergüenza!» proclamó en Twitter, estoque de matar del demagogo posmoderno. Libertad Digital, de Federico Jiménez Losantos, los medios de parecido tenor y una legión de trolls de lo «muy español y mucho español» se encargaron de los demás.
Rivera es la versión atildada, urbana y actual del macho español: el matador. Es viril y seguro de sí mismo; arrogante y un poco ignorante. Se viste de oro y grana en el ruedo y con trajes entallados en los photocalls. Jamás daría una exclusiva al Hola para confesar que «no se ha sentido español ni cinco minutos de su vida», como se le ocurrió decir hace un año al cineasta, palabras casualmente recordadas ahora por los centinelas del espíritu nacional.
El torero tiene planta, valor y un sinfín de orejas de bos primigenius taurus para demostrarlo. Trueba, en cambio, es estrábico, tiene pinta de despistado y adorna su biblioteca con una solitaria estatuilla dorada. La que le acredita como uno de los cuatro directores españoles ganadores de un oscar (junto a Buñuel, Garci y Almodóvar), además se ser el autor de alguna de las películas más populares y taquilleras del cine español.
El boicot a Trueba es corolario del nuevo nacionalismo español, el legado más duradero del aznarismo. Admirador del respeto norteamericano a su bandera, José María Aznar no se limitó a plantar una inmensa rojigualda en la madrileña Plaza de Colón (antes ‘de la Hispanidad’); dio licencia a la derecha sociológica para aflorar de nuevo los sentimientos —y los símbolos— que la eclosión progre había aconsejado contener durante unos años.
El culto a las barras y estrellas es transversal. Simple e inculcado desde la infancia, ejerce un efecto centrípeto que ayuda a cohesionar a una sociedad diversa, desigual y compleja. España, en cambio, es una agregación de identidades preexistentes, cada una con rasgos sociopolíticos, culturales y lingüísticos que perviven y generan una tensión centrífuga.
El nuevo nacionalismo español también se ha hecho transversal. Ha sacramentado una definición restrictiva y unívoca de España que, aunque legítima, no es ya privativa del conservadurismo. Ha terminado por ser de rigueur para prácticamente todo el arco político salvo los nacionalismos tradicionales –separatistas, soberanistas, independentistas— para quienes España sigue pronunciándose «Estado español».
Ese metalenguaje ha impregnado particularmente al PSOE. Tanto, que su discurso sobre la articulación territorial apenas se distingue del formulado por el PP. Y como las palabras moldean las ideas, su doctrina no le permite formular una idea alternativa de España; le impide tomar el riesgo de promover vías aceptables para todos para afrontar a la realidad política de la asimetría.
El socialismo meridional de Susana Díaz, Emiliano García-Page o Guillermo Fernández Vara rivaliza hoy en españolidad con cualquier político popular. Tanto o más que sus predecesores –José Bono o Juan Carlos Rodríguez Ibarra— liberados ya de responsabilidades y auto erigidos en jueces de la lealtad constitucional de sus correligionarios vascos o catalanes.
El patriotismo cibernético desplegado contra Trueba coincide con un estallido similar en Twitter de Donald Trump: «No se debe permitir a nadie quemar la bandera americana». Hacerlo debería tener consecuencias: «quizá perder la nacionalidad o un año de cárcel».
Los trumpistas secundan a su presidente electo con fervor. Pero no faltan quienes le recuerdan la Primera Enmienda, que consagra la libertad de expresión. Y la opinión del Tribunal Supremo, que amparó en 1989 el derecho a quemar la bandera por considerar que es una forma de protesta protegida.
Irónicamente, el magistrado decisivo en la votación de la célebre sentencia fue el desaparecido icono de la derecha, Antonin Scalia, cuya sustitución por el progresista Merrick Garland, nombrado por Barack Obama, ha sido bloqueada por el Partido Republicano.
Fran Rivera y quienes piensan como él, tienen –igual que los incineradores de banderas americanos—todo el derecho a discrepar de Fernando Trueba. Al menos, el torero lo hace a Twitter descubierto y no parapetado tras el anonimato de las redes sociales,
Pero no tiene derecho a boicotear una película, producto de la imaginación y, por tanto, de la libertad de expresión. Su película, además, es resultado del trabajo y el dinero de cientos de personas pertenecientes a una industria –el cine español—tan merecedora de respeto como el que exige para el toreo.
El hijo de Paquirri debería entenderlo mejor que nadie ya que él mismo ha lamentado la «intolerancia» anti-taurina catalana. Y más recientemente ha acusado a Manuela Carmena de «pisotear la libertad» por retirar la subvención pública a una escuela taurina de Madrid. Subvención. Lo mismo que, al grito de «¡sinvergüenza!», exige que devuelva el cineasta.
Como mucho, Fernando Trueba es culpable de uso excesivo de ironía con intención de epatar. Pero la mordacidad exige el don de la oportunidad: a destiempo, las boutades derivan pronto en dislates. Eso hace del director un torpe y un inoportuno, pero no reo de lesa patria.
Ignoro si el gatillazo taquillero de ‘La Reina de España’ se debe al rebato secundado por el torero o, sencillamente, porque la peli es floja. De hecho, ¿quién sabe si el boicot acaba logrando el efecto contrario al deseado? Conmigo ya lo ha conseguido: iré a verla.
No por reacción al boicot, sino por la misma razón que no me gustan las corridas de toros. Tanto el patriotismo –cualquier patriotismo— de ‘ellos contra nosotros’ como la ‘fiesta’ de los toros me resultan insoportablemente rancios.