Tribulaciones de un republicano en Barcelona
Soy republicano. La verdad es que aunque odio las etiquetas, hasta las que se empeñan en poner en la ropa, si se me coloca en la tesitura de tener que pronunciarme, no tengo ninguna duda. Lo soy sin alharacas, pero también sin ambages. Y lo soy por una única razón: creo firmemente que en cualquier sociedad moderna sólo debe reinar la meritocracia.
No concibo que la jefatura de un estado pueda heredarse, que se transmita de padres a hijos sin otro mérito que el de la sucesión familiar. Es por esa misma razón que defiendo el impuesto de sucesiones, aunque ello me haya generado alguna disputa con muchos de mis mejores y más inteligentes amigos.
Una vez realizada esa confesión, declaro asimismo sin ningún rubor que me aburre soberanamente el debate que algunos quieren poner sobre la mesa en torno a la Casa Real española y que me parece una nueva frivolidad la exigencia sobrevenida de un referéndum para elegir entre monarquía o república.
Este país parece haber entrado en una espiral de decisionitis, como si hubiera una necesidad urgente de prejubilar las instituciones representativas de las que nos hemos dotado y a golpe de acontecimiento aprovecháramos cualquier ocasión para exigir una asamblea general que las validara o las revocara.
El referéndum sobre la monarquía, el derecho a decidir y el proceso soberanista, como nuevos bálsamos de Fierabrás con los que curar las numerosas y profundas heridas que están dejando la crisis, la corrupción y la degradación de una buena parte de nuestras más altas instituciones.
Pero los cambios sin recambios contrastados nunca han traído soluciones y cuando miramos más allá de esas citas mágicas, si lo hacemos con detenimiento y objetividad, sólo veremos el mismo desolador panorama que nos apesadumbra hoy. Los experimentos, por favor, con gaseosa, que dijo Eugeni d’Ors.
El 12 de enero, escribí un artículo titulado La encrucijada monárquica en el que ya expresaba mis dudas sobre la validez actual de la institución monárquica, pero también en ese mismo texto expresaba mi convencimiento de que sólo desde un amplio consenso político y social, fruto de una profunda y lenta reflexión acerca de cómo deberían evolucionar nuestras instituciones era posible abordar cambios sustanciales en nuestro ordenamiento constitucional.
Vayamos, pues, en esa dirección, pero no da la impresión de que tengamos los mimbres para ello. Atendamos, pues, mientras tanto a problemas más cercanos, inmediatos y tal vez fáciles de ser abordados, y el resto vendrá por añadidura. Antes de instaurar una república, deberíamos tener una cierta seguridad de que los partidos que la vayan a gobernar tienen la autoridad y credibilidad de la que carecen hoy la mayoría de los que aspiran a representarnos.
Empezar la casa por el tejado suele tener malas consecuencias, aunque reconozco que es mucho más efectista, y fácil, y oportunista, pedir un referéndum que aprobar leyes que garanticen un mejor funcionamiento de partidos y sindicatos, por poner un ejemplo.
Al fin y al cabo, deberíamos al menos alegrarnos porque Felipe VI será el fruto de nuestra Constitución, mientras que su padre lo fue de una decisión de la Dictadura, aunque fuera validado más tarde por el respaldo popular a la Constitución.
¿Monarquía o república? Instituciones representativas, democráticas, austeras y eficaces. Para llegar ahí, necesitamos dirigentes políticos sabios y honestos, que antepongan el bien común a los intereses partidistas, que si exigen, por ejemplo, ser el primer representante del Estado en Catalunya, como han hecho ostentosa y sistemáticamente los presidentes de la Generalitat, no duden después sobre la asistencia a la proclamación del Jefe del Estado.
Sin ese cambio sustancial, radical, en el comportamiento, en la manera de hacer política, no me vendan paraísos artificiales. Soy republicano porque soy un firme defensor de la meritocracia y puedo identificar cien problemas más urgentes para que la gente sea más feliz que cambiar una forma de Estado o romperlo.