Tribulaciones de las derechas españolas

Aunque la confluencia informal de los partidos a la derecha del espectro político español en las pasadas elecciones generales no haya dado los frutos que sus integrantes esperaban, el diagnóstico que la impulsó, naciese bien de la pura intuición, o de un análisis sistemático, era esencialmente correcto, al señalar las incoherencias de fondo de las que adolece el conservadurismo español y resaltar las limitaciones de sus caladeros de voto.

Para poder comprender las dificultades a las que se enfrenta un proyecto conservador unificado –y sobre todo unificador– en España, resulta útil recurrir a la definición original de la ideología conservadora. En su forma más orgánica, el conservadurismo hunde sus raíces en el tradicionalismo cultural y la resistencia a cambiar las instituciones cuya herencia representa una forma de entender un modelo de sociedad jerárquico, apegado al pasado, que gira en torno a ley y el orden, y está dotado de un paternalismo en el que el confesionalismo tiene un papel central.

En nuestro país, este espacio se encuentra mayoritariamente ubicado en el mundo rural, sobrepresentado gracias a la ley orgánica del régimen electoral general. Los intereses de este electorado casan difícilmente con la cara liberal de la derecha, que basa su forma de ver el mundo en el individualismo laico y en la responsabilidad personal, el libre mercado, y una intervención marginal del Estado que permita reducir los impuestos a su mínima expresión. Los votantes afines a estos valores residen mayoritariamente en el ámbito urbano, y están asociados a las profesiones liberales.

Nos encontramos así con dos vectores que tratan de aunar sus fuerzas aportando principios que resultan contradictorios para los intereses de sus respectivos votantes: es inconsistente defender los subsidios al campo y la lucha contra la despoblación rural,  mientras se prima la bajada de impuestos y los recortes, se quiere reducir el sector público al máximo y se coquetea con privatizar el transporte público.

En términos generales, el conservadurismo ha sido parco en el desarrollo de una doctrina ideológica sofisticada, por su alergia a los principios racionales abstractos necesarios para  desarrollar una filosofía política que se opone a su preferencia por los valores particulares, por lo que es difícil para un partido liberal encontrar puntos programáticos con uno conservador más allá de lo contenido en el marco constitucional y europeo.

Al núcleo duro del pensamiento conservador le basta con apuntalar su visión orgánica de la sociedad  en la fe en la familia, la propiedad privada, el país y la religión. Esto representa un choque de visiones que lleva a los conservadores a priorizar los deberes sobre los derechos, y a los liberales a priorizar los derechos sobre los deberes.

En el caso español se da además la dificultad añadida del peso histórico que el catolicismo ha tenido en todas las esferas sociales, con una influencia aún tangible en cuestiones dogmáticas como el aborto, la gestación subrogada o el matrimonio homosexual, y en otras estructurales como la educación concertada.

Por el contrario, el marco teórico en el que se sustenta el liberalismo que el partido de Albert Rivera aspira a monopolizar es más complejo, permeable y dinámico, y bebe de fuentes morales como las de Hayek, Rawls y John Stuart Mill, cuyas tesis universalistas podríamos sintetizar en una firme creencia en que la libertad individual progresa de manera directamente proporcional a la medida en que las fuentes tradicionales de autoridad son erosionadas.

Esta aspiración es doblemente difícil de alcanzar en un país con nuestra historia contemporánea, en cuyo atraso secular general nunca se dieron las condiciones para establecer prolongadamente un auténtico orden liberal, mientras que el corporativismo extractivo coexistió sin problemas con instituciones tradicionalistas predominantes y autoritarias, como la iglesia, la monarquía y el ejército, que detentaron una importancia capital al reaccionar con virulencia a la reforma agraria liberal, al desarrollo del capitalismo agrario y a las desamortizaciones que amenazaban las formas de vida tradicionales de las élites rurales de un país prácticamente sin industria, y con un Estado extremadamente débil y desestructurado; una verdadera olla a presión que acabó estallando el 18 de julio de 1936 gracias a la comunión de intereses de todas las viejas y las nuevas derechas, tanto políticas como sociológicas.

Las admoniciones de líderes liberales como Guy Verhofstadt y Emmanuel Macron ante el hecho de que 80 años después del triunfo de Franco un partido político que hace guiños sin rubor al sincretismo reaccionario y primordialista con el que se formó el ideario nacional sindicalista, haya llegado al Congreso de los Diputados, es razón más que suficiente para que el ala liberal de la derecha española que lidera Rivera haga acuse de recibo, deje de sobreactúar al alimón con Casado y ponga todo su esfuerzo en gestar un proyecto propio, diferenciado y reformista de país, para no acabar siendo mera comparsa en un viaje a ninguna parte. España necesita un verdadero partido liberal, tanto como Europa necesita que España lo tenga.