Tras ‘La Gran Redada’, ¿un nuevo ‘Pánico de Floridablanca’?
La épica soberanista querrá que los hechos del 20 de Septiembre se inscriban en la historia como el inició de su emancipación. ¿En Cataluña se acabó todo?
Desde Isabel II, todos los regímenes españoles –monarquías, dictaduras y repúblicas— han utilizado la Guardia Civil en momentos de especial exigencia. Disciplinados y obedientes por su condición militar, son el instrumento perfecto para imponer la legalidad vigente. Pero también, como en la actualidad, un subterfugio para vestir de firmeza la incapacidad de un gobernante para solucionar a tiempo los problemas mediante la acción política.
Como premisa inicial de cualquier análisis del 20 de septiembre conviene recordar que el gobierno de Mariano Rajoy se enfrenta a una auténtica rebelión que exige respuesta. El independentismo protagoniza un alzamiento basado en una monumental instrumentalización de las emociones; en la adulteración del proceso democrático y en incumplir la ley. Lo anterior, se afirma cínicamente, es democracia. Oponerse o impedirlo, una “violación de los derechos humanos”, como dijo el miércoles Carles Puigdemont.
Ese movimiento autolegitimado tiene al frente figuras como Artur Mas, Carles Puigdemont, Oriol Junqueras, Carme Forcadell, Jordi Sánchez y Raül Romeva; líricos como Lluís Llach y hooligans como Gabriel Rufián; personajes entre bambalinas como David Madí y Xavier Vendrell; radicales antisistema como Anna Gabriel y de Rive Gauche parisina como Antonio Baños, y un entramado de «entidades cívicas» dedicadas a hacer política sin el molesto trámite de pasar por las urnas, como la ANC y Òmnium Cultural.
La lista opuesta está igualmente plagada de políticos de escasa envergadura. Desde la Transición, la política sufre una progresiva enfermedad degenerativa. Salvo honrosas excepciones, en Cataluña y en toda España, la calidad y el coraje de quienes la practican se ha deteriorado. La corrupción es uno de sus síntomas agudos, pero el sectarismo, la intransigencia y el encumbramiento del más servil en lugar del más competente son dolencias más graves y prevalentes.
Desde la Transición, la política sufre una progresiva enfermedad degenerativa
Por cálculo electoral o ignorancia, sucesivos gobiernos han confundido el sentido de la palabra “estado” en función de que se escriba con mayúscula o con minúscula. La primera acepción es filosófica: un marco de acogida para las diferentes sensibilidades (grupos, pueblos, naciones; da igual el nombre) que lo conforman; la segunda, con minúscula, es una mera construcción administrativa cuya función es asegurar el funcionamiento de ese marco.
Desde 2004, España ha tenido los dos presidentes más mediocres de su historia reciente: José Luis Rodríguez Zapatero y Mariano Rajoy. Ambos llegaron al poder de manera sobrevenida, más por la incompetencia de su antecesor que por sus propios méritos. El socialista inició la desafección catalana generando expectativas que luego no se cumplieron. El popular, su sucesor, materializó esa frustración impugnando el Estatut de 2006 a cambio de un puñado de votos.
Cataluña ha padecido una mediocridad similar con Artur Mas y Carles Puigdemont, cuya única estrategia ha sido la huida hacia adelante. Sus argumentos se resumen en que la mayoría de los catalanes quiere la independencia (solo hace falta convencerles); y que el derecho a decidir (si se menciona suficientes veces) es la norma moral suprema que todo lo justifica.
La historia de los últimos años ha discurrido entre ambos extremos, sin que aflorara un diálogo con posibilidades reales de prosperar… probablemente porque nadie quería que prosperara. Entre una concepción inmutable de la Constitución y la intransigencia contenida en la consigna de “referéndum sí o sí”, el resto de Cataluña y España se han tenido conformar con el papel de espectadores. Y, en breve, de damnificados.
La épica soberanista querrá que Los Hechos del 20 de Septiembre se inscriban en su historia como el inició de su emancipación. Será su Boston Tea Party, su asalto a Palacio de Invierno o, quizá, su Maidán. La arenga del president el miércoles a mediodía estuvo teñida de un dramatismo acorde con ese anhelo: “estado de excepción”, “suspensión de las libertades”, “disolución del estado de derecho”. Y una llamada a una “masiva respuesta” popular para inflamar las protestas que ya habían comenzado desde la mañana.
La épica soberanista querrá que el 20-S sea su ‘Boston Tea Party’ o su asalto al Palacio de Invierno
Mariano Rajoy, de natural parsimonioso, se dirigió al país entrada la noche para reafirmarse: “depongan su actitud y regresen a la democracia”. El presidente hizo una referencia obligada a la negociación (“hay cauces para defender cualquier causa política”) pero puso más énfasis en asegurar que “cumplirá con su deber”.
Con la autonomía suspendida de facto (y así admitido por el propio Govern); con las cuentas intervenidas; con los permisos de las Fuerzas de Seguridad del Estado suprimidos y la unidades acuarteladas en ferries; con la infraestructura para el referéndum confiscada, al Govern solo le queda seguir con la carrera hacia adelante.
El primer paso, previsible, es mantener la movilización para atraer la atención de los medios extranjeros y lograr la “internacionalización del conflicto». Su esperanza es que la Unión Europea y otros gobiernos presionen al ejecutivo de Rajoy, pero en las cancillerías del exterior existe escasa apetencia por embrollarse en “un problema interno español”. Solo si la inquietud de multinacionales y mercados financieros alcanza el nivel de alarma comenzarán las llamadas a La Moncloa sugiriendo una mayor flexibilidad en aras de la estabilidad de una UE que no necesita más problemas de los que ya tiene.
Esa es una poderosa motivación para el mando independentista. Tanto que, si crece la movilización popular –un Maidán en Rambla Catalunya, por ejemplo— puede sentirse tentado a dar el paso final de ruptura: la declaración unilateral de independencia. Y –como si Barcelona fuera Kiev— que el sol salga por Ucrania.
Es difícil augurar el curso que seguirá la conmoción del 20 de septiembre. De momento, es la fecha que certifica dos fracasos. El del soberanismo, que para traducir en acción su indudable apoyo popular, ha tenido que pervertir las instituciones catalanas para imponerse. Y el del Gobierno, que tras años de fiar todo a un estúpido cliché –el del soufflé que acabará por deshincharse— ha tenido que escudarse tras la toga de jueces y fiscales y de la placa de la Guardia Civil.
Es difícil augurar el curso que seguirá la conmoción del 20 de septiembre
La institucionalidad catalana está en ruinas y sus actores, los partidos, divididos entre sí e internamente. La sociedad informada está fracturada y la que no, está harta. La mesocracia española –no sólo el nacionalismo español— está tan cansada de la Cataluña emprenyada como el soberanismo de la Espanya que ens roba. La mecha cainita –la de Goya, la del gen carlista que compartimos a ambas orillas del Ebro— está seca y lista para que la enciendan.
No faltará en ambas orillas quienes estén dispuestos a hacerlo. Ni Euskadi, donde Arnaldo Otegui acorrala al PNV con la situación catalana ya que la vasca no puede; ni en Madrid, donde Pablo Iglesias, que todo lo juzga y en nada se compromete, afirma que en España hay “presos políticos” o donde cuadros del Partido Popular dicen abiertamente “¡ya era hora!”.
¿Existe el clima para que tras el 2 de octubre –“aquí no ha pasado nada”—se convoquen elecciones anticipadas en Cataluña? ¿Se puede devolver –“volvamos a la autonomía”—el genio a la botella? Si hace una semana, reformar entre todos España era vital, ahora es lo siguiente si se quiere evitar una crisis constitucional de incalculable envergadura. La ley hay que cumplirla, sin ninguna duda. Pero con igual diligencia, hay que cambiarla. Y el primer paso es hablar.
La Revolución Francesa y la consiguiente caída de la monarquía causó el llamado Pánico de Floridablanca. El Conde de Floridablanca, que fue el gran ministro modernizador de Carlos III, resumió ante Carlos IV su espanto por los acontecimiento de París con la frase “en Francia se acabó todo”. A continuación, tiró por la borda sus convicciones ilustradas y ordenó la represión de cualquier bote revolucionario.
Uno tiene la fortuna de contar como amigo a un historiador de cabecera. Su pregunta tras La Gran Redada fue: “¿en Cataluña se acabó todo?”.