Tras el esperpento llega el frentismo
La descompostura del independentismo no es una buena noticia. Al contrario, presagia una polarización mayor y más peligrosa
Son muy injustas las generalizaciones. Durante años, los vascos nos sentimos obligados a rebatir en la vida cotidiana la gruesa retórica con que se nos describía fuera de Euskadi a cuenta de ETA y del abertzalismo más sectario.
Unos brochazos igual de gruesos llevan tiempo pintado, en el resto de España, la imagen que se tiene de los catalanes, como si de un todo homogéneo se tratara, por efecto de la agobiante presencia del procés.
La magnífica Tonia Etxarri –vasca, ella– apunta en su último artículo en Economía Digital Ideas que los españoles están ‘mas hartos que preocupados’ con la situación catalana. Un mes largo de viajes por diferentes zonas de España, me permite aventurar –en la medida que la sociología de mesa y mantel tenga alguna validez– que Etxarri tiene razón.
El mito del ‘seny’
El camino hacia Ítaca iniciado por Artur Mas ha tenido en el resto de España su reflejo en otro proceso recíproco que hasta hace unos días había discurrido por tres fases:
La primera supuso que Cataluña perdiera la reputación de racionalidad y sensatez resumida en el mito del seny. Como consecuencia, se fue diluyendo también la simpatía y la admiración que, aunque fuera a regañadientes, suscitaban los catalanes: modernos, innovadores, creativos…
Y, en tercer lugar, la persistencia del procés ha desembocado en la perdida, alternativamente, del interés o de la paciencia de gran número de españoles por monopolizar la actualidad.
Desde que Torra y el independentismo han entrado en autocombustión, Cataluña ha perdido lo más valioso: el respeto
En eso estábamos hasta la actual deconstrucción del procés y el fulgor generado por la autocombustión de Quim Torra. En las últimas semanas, entre la incredulidad y la hilaridad, el independentismo está logrando que Cataluña pierda algo más valioso y más difícil de recuperar: el respeto.
Torra pide a los CDR que “aprieten” y vaya que si aprietan; tanto que exigen su dimisión. Luego lanza un ultimátum a Madrid (‘autodeterminación ya mismo o os vais a enterar’), pero se desdice en cuanto la didáctica ministra Celaá le responde con un ‘menos lobos, president’.
A continuación, Torra escenifica un acuerdo con ERC para disimular la guerra de los rose que se libra en la Generalitat. Pero a los pocos días, la ANC le lanza su propio ultimátum: si en diciembre no hay república el que se va a enterar es él.
Y por si lo anterior fuera poco, los mossos –a los que el Govern dejó a los pies de los cachorros de la república en el segundo 1-O– y la Policía Nacional se aplauden mutua y fraternalmente el sábado en la Via Laietana. Como en las series americanas, los polis solo tienen un color y es el azul de sus uniformes.
Era un ‘bluff’, pero no es buena noticia
Sería simplista creer que la caída del independentismo en el atolondramiento, la improvisación y la pérdida de la compostura democrática es una buena noticia. Los hechos confirman, como reconoció Clara Ponsati, que todo era un bluff, pero no es motivo ni de risa ni de regocijo. Al contrario, es un drama que augura cosas peores.
La grotesca incapacidad del independentismo institucional esconde las semillas de una polarización aún mayor y el espectro del frentismo
La incapacidad del independentismo institucional (el Govern y su mayoría en el Parlament) para abandonar las luchas internas y dedicarse trazar una salida viable al enconamiento de los últimos años, está generando situaciones grotescas que esconden los elementos de una quinta fase en la que definitivamente se pierda la cabeza; una fase caracterizada por una polarización aún mayor y por el espectro del frentismo.
En cada uno de los extremos, los que abogan por dar “el paso siguiente” hacen cada día más ruido. Puigdemont pretende con su Crida aglutinar un frente independentista; Junqueras, que no está para cridas, prefiere un frente amplio soberanista con los Comuns.
Rivera insiste en su frente constitucional; la CUP y la ANC van dando forma a un frente de rechazo y, para terminar de dar color, Arnaldo Otegi sugiere reeditar los viejos pactos de Galeusca (Galicia, Euskadi y Cataluña) de la Guerra Civil para crear un frente pro autodeterminación.
Para todos, de una u otra manera, Cataluña es el atajo más directo para tocar pelo en las elecciones europeas y en las municipales del próximo años y en las generales que Pedro Sánchez tendrá que convocar más temprano que tarde. Y si alguien acaba en el hospital –o peor– ya se verá cómo manejarlo.
Pedir un nuevo 155, la ilegalización de facto del independentismo y, en definitiva, una política de palo y mano dura apela a ese creciente número de españoles que han perdido la paciencia con Cataluña. Pero no va a ayudar a los catalanes que no quieren dejar de ser españoles, ni a los que, simplemente, se preguntan “¿esto no se puede arreglar de otra manera mas inteligente?”.
Por mucho que se insista en que “va bajando la inflamación”, la pregunta es ¿cuándo empiezan los desplantes de Torra y del independentismo a ser un pasivo electoral insoportable para el Gobierno? Ese día, el PSOE recordará que su ultima sigla es la abreviatura de “español”.
Controlar a la CUP y a la ANC
El independentismo, a su vez, tendrá que decidir si quiere o puede detener a la CUP y a la ANC antes de que su estrategia de hacerse con la calle desemboque en una violencia sistemática –la kale borroka catalana– que produzca víctimas con las que acusar “a España”… independientemente de quién las provoque.
Desde la desafección de la que alertó José Montilla hace más de una década, hasta la desconexión que, según Puigdemont y Torra, existe en la actualidad, la relación emocional con España tiende a medirse desde Cataluña en una sola dirección: la del agraviado respecto del agraviador.
Contra lo que cree el independentismo mágico, a malas, España tiende a la autoridad pero no a la lenidad
Sin embargo, quienes aún retengan alguna medida de raciocinio en las filas del soberanismo deberían comprender el calado de la ruptura emocional del resto de España con Cataluña y calibrar las consecuencias que comporta para cualquier posible solución futura: desde una democráticamente acordada a una impuesta.
Los creyentes en el independentismo mágico piensan que tal quiebra es una ventaja: ‘cuanto antes no nos quieran, antes nos dejarán ir’. Ese razonamiento es radicalmente falso, como demuestra la historia. España, a malas, tiende hacia la autoridad y no hacia la lenidad.
Esto lo sabe instintivamente Pablo Casado, lo ha ido descubriendo Albert Rivera y explota la derecha más ultramontana que surfea la ola nacional populista internacional. Cataluña y Euskadi (y los inmigrantes y los gays y el buenismo y las mujeres que se están subiendo a la chepa de los tíos…) son la excusa perfecta para vender en España la versión propia de un Matteo Salvini.
El ascenso de Vox en los sondeos (aspira a lograr representación en las próximas europeas) y su multitudinario acto de Madrid el domingo –cuyo contenido pone los pelos de punta– son indicadores de que, como en otros países, existe entre nosotros una ultraderecha que se muere por salir del armario. Solo espera que alguien encuentre la llave.
El discurso social sobre Cataluña ya no se expresa en opiniones sino en emociones
En España, el discurso social sobre Cataluña ya no se manifiesta en opiniones derivadas de un análisis racional. Se expresa en emociones –preocupación hartazgo, indignación– que se combinan, últimamente, con un poco de hilaridad y de vergüenza ajena. Como los sentimientos opuestos que resume el Espanya ens roba, son ingredientes para la más burda manipulación.
Y es que es difícil mantener la ecuanimidad cuando los medios y las redes sociales airean la obsesión de Nuria de Gispert en mandar, una y otra vez, a Inés Arrimadas “a su pueblo”. O cuando el “¡a por ellos!” con que hace un año se despedía en diferentes ciudades españolas a los antidisturbios enviados a Cataluña, sigue a disposición de cualquier politicastro que lo necesite para calentar a su parroquia.
Si el independentismo cree que esto no va con ellos, comete un error del que se arrepentirá. También se arrepentirán, a la larga, los que aticen el fuego contra Cataluña en Jaén, Cuenca, Burgos o Almería. O en el recinto de Vistalegre de Madrid, escenario del mitin de Vox.
La historia es circular. ¿Visto lo visto, hubiera recurrido el PP de Mariano Rajoy el Estatut de 2006? Pero, ¿qué político se preocupa por lo que vaya ocurrir dentro de cuatro u ocho años? Aunque lo que ocurra sea que el monstruo que ellos mismos crearon les acabe por devorar.
Como Rajoy, mejor fumarse un puro.