Transición sin independentistas

En el mano a mano Felipe González-Artur Mas auspiciado por Évole lo más indisimulable es que González sabe todo lo que representa la transición democrática y Mas está propugnando una ruptura drástica con el significado de aquella fase histórica. Después del regreso de Tarradellas, el catalanismo político estuvo presente en los consensos de la transición. En la transición no hubo un independentismo mencionable.

La disyuntiva entre soberanismo y autonomismo no es un juego de palabras
ni es inútil distinguir entre nacionalismo y catalanismo. Los vínculos entre independentismo y catalanismo son un lastre arcaico para una sociedad global con múltiples pertenencias. Por eso el independentismo y no España es el mayor obstáculo para la Catalunya catalanista.

No es coincidencia que el mismo zapaterismo que ninguneó la transición democrática abriese las puertas a un segundo estatuto de autonomía catalán demasiado singular. Zapatero prefirió el mito de la Segunda República a la realidad de la transición democrática. Había decidido ignorar a la vez los errores republicanos y los aciertos de la democracia después de Franco.

El profesor Manuel Álvarez Tardío sostiene que si en 1978 la democracia fue edificada sobre el cimiento de los grandes principios liberales, en 1931 los protagonistas del proceso constituyente acordaron que el modelo liberal era un residuo superado y se dejaron llevar por el mito revolucionario. 1931 fue un proceso excluyente, 1978 fue un avance de integración.

 
Zapatero agitó el modelo territorial hasta desequilibrarlo 
 

En diciembre de 2003, Rodríguez Zapatero como secretario general del PSOE asiste a la toma de posesión del nuevo presidente de la Generalitat, Pasqual Maragall. A Zapatero le fascina la personalidad de Pasqual Maragall y le entusiasma la concepción del tripartito socialista-independentista-ecocomunista. Ha visto la luz. Convergència critica entonces la presencia de Zapatero como el “inicio de la subordinación a Madrid”. En realidad, comenzaba la subordinación de Zapatero al tripartito.

Así fue como se llegó a una situación en la que Zapatero diría algo así como: “Enviadme el estatuto que deseéis y yo os lo apruebo”. Por el camino, tuvo que engañar –políticamente hablando– a CiU y aferrarse a ERC.

Ahora ni tan siquiera se acepta el mal menor que es la conllevancia, tan distinto de la concordia y la regeneración pública. El independentismo ya no habla de un pacto fiscal, impracticable. Las exigencias imposibles generan desafección social. De ahí el alto grado de abstencionismo en Cataluña. El frente secesionista busca una confrontación de todo o nada, el “choque de trenes”, condenada al fracaso, en términos de la ley.

La retórica nacionalista consiguió ya que “catalanismo” y “nacionalismo” parezcan ser lo mismo. No lo son: el “catalanismo” responde a un arraigo, a unos valores y formas de ser de la sociedad catalana y de su continuidad histórica; el “nacionalismo” tiene por meta dotar de Estado a la nación irredenta. Volvamos de nuevo a la diferenciación entre patriotismo y nacionalismo: uno defensivo y a la vez inclusivo; otro, ofensivo y a la vez excluyente.