Torres-Dulce: la independencia perdida del fiscal del Estado
Los ciudadanos no soportarían a una Fiscalía “teledirigida desde el Gobierno, ideologizada o al servicio de concepciones políticas determinadas”. Lo dijo Eduardo Torres-Dulce, fiscal general del Estado, en la presentación del Libro blanco de la Justicia. Lo dijo, pero no lo cumple. Torres-Dulce depende del Gobierno, que lo ha nombrado; hará lo que le manden hasta el día en que se regularice por ley la autonomía del Ministerio Público. Mientras tanto, la apariencia es la mejor independencia.
La Fiscalía es, hoy por hoy, el órgano más vertical del Estado. Y, en esta quintaesencia de la jerarquía, Torres-Dulce se mueve como pez en el agua. Es un conservador inclemente que despidió a Martín Rodríguez Sol del cargo de fiscal superior de Cataluña simplemente porque este segundo dio su opinión en el debate jurídico de fondo sobre el derecho a decidir. Al jefe no le tembló el pulso por orden de Gallardón, oscuro ex ministro y legionario de Cristo. Para echar a Rodríguez Sol, Torres-Dulce, formado a la sombra de Torreciudad, pasó por encima de todo, incluso de una petición de clemencia formulada por Manuel Silva, ex diputado de CiU y miembro del Consejo de Estado.
Antes de enhebrar la aguja de la Ley, el fiscal general aplica el visado o el plácet del superior. No hay Fiscalía sin visado; así funciona el código napoleónico en el modelo español. Al ver la suerte de su antecesor, el actual fiscal de Cataluña, Romero de Tejada, adoptó la verticalidad oficial en un caso delicado como el de García Albiol, miembro del PP y alcalde de Badalona acusado de xenofobia.
Tras una victoria parcial de Albiol en primera instancia, el fiscal del caso, Miguel Ángel Aguilar, quiso presentar un recurso contra el alcalde. Pero Romero de Tejada se lo negó y lo hizo por orden de Torres-Dulce. Taxativo. Desde aquel día, el Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, ubicado en la calle Pau Claris de Barcelona, funde la causa pública en las figuras de Romero de Tejada, Francisco Bañeras y Pedro Ariche, un trilogía navarra, tocada por la prelatura de San Josemaría. Bañares y Ariche fueron propuestos por CiU.
La Fiscalía muestra varias caras. Da la sensación de que trabaja a la carta. En su último borrador de querella política, Torres-Dulce llama sedicente a Artur Mas mientras Romero inclina la cerviz. Si la cosa va de economía, cuando un imputado poderoso (no un robagallinas) puede pagar las minutas de Cristóbal Martell o Miquel Roca dilata su instrucción.
Los sumarios se alargan como acordeones mágicos cuando se trata de frenar el ingreso en prisión del constructor Josep Lluís Núñez o de Pantoja, tonadillera de la España cañí. Las ejecuciones de autos gürtelianos se eternizan, como está ocurriendo con el ex presidente de la Diputación de Castellón, Carlos Fabra, señor de los anillos de la putrefacción pepera. Después de ser condenado por el Supremo, Fabra lleva cuatro meses esperando de Moncloa la gracia del indulto. “Retumban las voces desde el estercolero, y desde el patio trasero que teníamos olvidado amanecen los sueños rotos”, escribe el gran Rafael Chirbes, autor de Crematorio.
El fiscal general del Estado, además de jurista, es un humanista. A primera vista, resulta difícil entender qué se encuentre ahogado en legajos sin fin. Como hombre de cine y de narrativa, Torres-Dulce pertenece a la generación de su amigo José Luis Garci (primer Oscar de Hollywood español con Volver a empezar. Participó en el programa radiofónico Cowboys de medianoche, es autor de varios libros sobre cine y ha colaborado en publicaciones como Nueva lente, Contracampo, Expansión o Telva). Junto a Garci estrenó la película Holmes, Madrid suite y participó en su guion.
Las letras y el Derecho se han dado la mano muchas veces, con ejemplos como Gil de Biedma, Barral, Gil Albert, otros muchos y, entre todos ellos, el inolvidable Joan Perucho, un magistrado que reconvertía los sumarios en piezas del realismo mágico.
Torres-Dulce es un jurista técnicamente sobresaliente: licenciado en Derecho por la Complutense, su carrera como fiscal empezó en Sevilla y Guadalajara. Ha sido fiscal de sala del Supremo y ante el Constitucional. Es hijo de Eduardo Torres-Dulce y Ruíz, ex magistrado del Supremo y sobrino de Antonio Torres-Dulce y Ruíz, que fue presidente del Tribunal de Orden Público durante la dictadura. De casta le viene al galgo.
El fiscal general denuncia la falta de medios, pero lo hace cuando ya es tarde. La calle clama contra un poder político que precariza la Justicia para mantener en el anonimato sus delitos de cohecho. Los jueces, última trinchera del Estado de derecho, están contaminados por unos fiscales que actúan como comisarios políticos, del color que sea, socialistas o conservadores, lobos casi todos, con piel de cordero ¿Podrán algún día con la podredumbre, que siempre estuvo ahí pero a la que nadie quiso ver? ¿Son realmente independientes o es una simple apariencia?