Todos queremos tarjetas opacas
La idea de que Hacienda somos todos está siendo refutada ampliamente, incluso por personajes que ya creían tener su lugar en los manuales de historia, como Jordi Pujol. Eso permite insistir en que el primer problema de la democracia en España es la corrupción y no las primarias.
Cuando altos cargos bancarios –como ocurría en Caja Madrid– abusan obscenamente de sus tarjetas opacas algo huele a podrido. Claro que para un populismo como Podemos estas cosas son viento en las velas. Si pudiéramos, ¿quién no querría una tarjeta black o depositar presuntas herencias en banco andorranos?
Lo que estamos viendo es un cierto descrédito de la ley. Aceptemos que no toda la ciudadanía está obligada a cumplir con el bien común. En ese caso, lo único que queda para atajar la codicia y el desparpajo ilícitos es el acatamiento de la ley. Lo que la calle no puede entender es que haya una ley para unos y a los demás nos apliquen el reglamento.
Se calcula que el gasto total en tarjetas opacas por parte de directivos y alto cargos de Caja Madrid alcanzó –entre 2003 y 2012– la cantidad estratosférica de 15,5 millones de euros. Mientras tanto, llegaba la crisis de 2008, nos quedábamos sin ahorro, era muy difícil pagar las hipotecas y conservar el puesto de trabajo.
¿Es eso un efecto sistémico? La buena voluntad lleva a pensar que no. Pero ahí estaba Gerardo Díaz Ferrán, entonces presidente de la CEOE y luego profusamente imputado? La pregunta es cómo pudo alguien como Díaz Ferrán llegar a donde llegó.
¿En qué se gastaban el dinero de las tarjetas opacas? A pesar de la opacidad algo siniestra, podemos imaginarlo, pero es que los altos cargos de Caja Madrid también se beneficiaban de préstamos y avales inasequibles para el común de los mortales.
La secuencia de un caso de corrupción, del ERE andaluz a Bárcenas, es de mucha más gravedad que el anquilosamiento de los partidos, pero al mismo tiempo es su efecto más pernicioso. Sube la preocupación social por la corrupción. Una fracción de élite económica y política sin sello de honestidad desmoraliza a una sociedad y la invita a la mímesis de la rapiña.
El sometimiento de la mayoría de cajas de ahorro al poder político –generalmente autonómico–, presenta ante la opinión pública la cara más funesta de la cuota de partido como forma de subsistencia, todo con cargo a la tarjeta opaca. Por lo visto, se beneficiaba lo peor de cada casa como políticos acomodaticios, empresarios turbios y sindicalistas aprovechados.
¿Qué objetivo podían tener las tarjetas sino agasajar a quienes, con su disfrute, luego aprobarían las decisiones más dudosas de esta o aquella entidad de ahorro? En los viejos manuales de ética pública a eso se le llamaba indignidad. Eso es: convertir el ahorro de todos en dinero opaco para el libertinaje de unos pocos. No hace falta analizar mucho para concluir que así es como se sostienen las mafias. Y nos creíamos que aquí la mafia era cosa de rusos.