Todos los errores en Afganistán: del desinterés a la corrupción
Tras años y años de montañas de dinero gastado y miles de soldados extranjeros muertos, Afganistán sufrió lo que se conoce como el “cansancio de la ayuda”
La invasión estadounidense de Afganistán tras los acontecimientos del 11-S no se pareció en nada a la invasión de soviética de 1979, llevada a cabo con fuerzas convencionales avanzando por las carreteras.
Los estadounidenses mandaron a personal de la División de Actividades Especiales de la CIA y a equipos del 5º Grupo de Fuerzas Especiales, los “boina verde” del ejército. Los estadounidenses llegaron a Afganistán con cajas de cartón llenas de fajos de billetes y sistemas de comunicación por satélite.
Su labor consistió en convencer a los distintos señores de la guerra afganos de que se unieran en la lucha contra los talibán y en señalar blancos para la aviación [1]. La ofensiva tardó en coger ímpetu. Pero cuando alcanzó la suficiente masa crítica, los acontecimientos se precipitaron. Entre el 9 y el 10 de noviembre de 2001 tuvo lugar el asalto final sobre Mazar-i-Sharif, la principal ciudad del norte del país.
Tras su caída, los talibán huyeron de Kabul. La Alianza del Norte y sus aliados estadounidenses entraron entonces en Kabul casi sin oposición entre el 13 y 14 de noviembre de 2001.
Un nuevo Afganistán
La caída del régimen talibán abría la puerta a un nuevo Afganistán. Aunque la victoria estadounidense había tenido aspecto de un anticlímax. No había un sentimiento de euforia que compensara el shock del 11-S como llegó a vivirse años más tarde con la muerte de Usama Bin Ladin.
Los líderes talibán y los yihadistas de Al Qaida que habían organizado el atentado lograron huir. ¿Se decidió entonces trabajar con ahínco para establecer unas bases sólidas para el nuevo Estado afgano y evitar el regreso de los talibán? En absoluto. Afganistán fue desde el principio un asunto secundario.
A la semana siguiente del 11-S, algunos veteranos de los tiempos de George Bush padre, fichados por el gobierno de su hijo, hablaban por los pasillos del Pentágono de ajustar cuentas con Saddam Hussein
A la semana siguiente del 11-S, algunos veteranos de los tiempos de George Bush padre, fichados por el gobierno de su hijo, hablaban por los pasillos del Pentágono de ajustar cuentas con Saddam Hussein. Catorce meses después de la caída de Kabul comenzó la invasión de Iraq. Afganistán pasó al segundo plano.
Las cifras de tropas y de inversión estadounidense durante los años posteriores al 11-S dejan a las claras la falta de interés por Afganistán. Costó dos años para que la International Security Assistance Force (ISAF) se desplegara más allá de Kabul. La idea de que la estabilidad del país dependía de una acción combinada de seguridad y acción humanitaria llevó al despliegue de los Provincial Reconstruction Teams (PRT).
Estados Unidos logró implicar a decenas de países en el esfuerzo afgano. Pero cada país operó en Afganistán imponiendo restricciones particulares (“caveats”) y con diferentes reglas de enfrentamiento.
La participación de España
El caso español es significativo. España asumió el liderazgo de un PRT al oeste del país en 2005 para hacerse perdonar la precipitada retirada de Iraq. Pero un gobierno llegado al poder subido a la ola del “No a la guerra” no paró de insistir que las fuerzas militares españolas estaban allí en misión de paz.
Un gobierno llegado al poder subido a la ola del “No a la guerra” no paró de insistir que las fuerzas militares españolas estaban allí en misión de paz
La posición oficial, dicha por los militares ante las cámaras, era que los talibán “no eran el enemigo”.
Las cifras de bajas en Afganistán dan una idea del papel español en la lucha contra los talibán: un solo fallecido en combate por herida de bala en ocho años [2].
Sin una estrategia contra la insurgencia
La periodista Linda Robinson cuenta que en una fecha tan tardía como 2009 no había una estrategia contrainsurgencia definida para Afganistán y que los “boina verde” operaban un poco por su cuenta por falta de mecanismos de coordinación con el mando central en Kabul [3].
La estrategia occidental en Afganistán se puede resumir en un intento de reconstruir Afganistán como un Estado-Nación cuyo gobierno mantuviera el monopolio de la violencia legítima gracias a satisfacer las necesidades básicas de sus ciudadanos. En la práctica, sobre el terreno, la administración afgana se mantuvo ineficaz y corrupta. Médicos estadounidenses encontraron en 2011 que en un hospital militar de Kabul los pacientes morían por desnutrición o infecciones fácilmente curables si no pagaban el soborno exigido.
Las necesidades de los afganos no fueron siempre atendidas o escuchadas en el diseño de las iniciativas de la ayuda internacional. La agencia antidroga estadounidense DEA operó en Afganistán luchando contra el cultivo del opio, arruinando a los pequeños campesinos sin recursos para sobornar a los funcionarios afganos que seleccionaban las áreas de cultivo a erradicar.
Tras años y años de montañas de dinero gastado y miles de soldados extranjeros muertos, Afganistán sufrió lo que se conoce como el “cansancio de la ayuda”, la percepción de los donantes internacionales de que están ante un problema en el que se han enterrado millones durante años sin lograr cambio alguno. Comenzó entonces la estrategia de desconexión. España replegó sus fuerzas del oeste del país en 2013.
En el caso de Estados Unidos se externalizó en empresas. A partir de 2010, DynCorp International logró contratos por valor de 1.620 millones de dólares para asesorar a las fuerzas del Ministerio de Defensa y del Ministerio de Interior afganos. Una auditoría del Special Inspector General for Afghanistan Reconstruction (SIGAR) encontró en 2018 que en el caso de dos contratos por valor total de 421 millones de dólares no se habían establecido parámetros para evaluar el trabajo realizado por la empresa.
En 2019 el periodista Craig Whitlock publicó en el Washington Post un reportaje a partir de 2.000 páginas de una investigación interna del gobierno estadounidense sobre el fracaso en Afganistán [5]. Encontró que durante años militares y funcionarios habían sido conscientes de la falta de efectividad de los esfuerzos en Afganistán.
La principal preocupación de cada uno había sido no cagarla a su paso por el país y gastar diligentemente el presupuesto asignado para rellenar el oportuno informe de evaluación de proyectos perfectamente inútiles. Afganistán había ido progresivamente cayendo en manos talibán mientras salían informes sobre escuelas construidas, seminarios de formación a funcionarios impartidos y número de soldados locales entrenados.
El despliegue militar occidental contaba con aviones que proporcionaban apoyo aéreo, con helicópteros que evacuaban a los heridos y con drones que vigilaban incansablemente el campo de batalla. Sin los medios aéreos occidentales, los militares y policías afganos se encontraron en puestos aislados en áreas remotas del país.
Los planes estadounidenses eran en 2017 que Afganistán recibiera 159 helicópteros Black Hawk en su versión más básica UH-60A. Era difícil imaginar de dónde iban a salir los cientos de tripulantes y mecánicos en tierra para mantener operativa tal flota. En 2020 las previsiones fueron reducidas a 53. Los problemas para que los propios afganos fueran capaces de mantener operativa la fuerza aérea afgana persistieron.
Mientras las fuerzas occidentales desplegaron en Afganistán toda clase de aparatos de combate, la fuerza aérea afgana se tenía que conformar con aviones de ataque turbohélice A-29 Tucano y pequeños helicópteros AH-6 Little Bird.
La reconquista talibán
Los últimos años han sido una sucesión de conquistas talibán, con masacres de soldados gubernamentales y capturas de montañas de botín en forma de vehículos, armas y munición. Desde la retirada de los militares y contratistas estadounidenses, el apoyo aéreo cayó en picado. Los militares afganos no sólo se encontraron en puestos aislados y rodeados de talibán, con dificultades para recibir comida, agua y munición, muchos se encontraron sin cobrar su sueldo.
Exactamente igual que en noviembre de 2001, los acontecimientos en agosto de 2021 se precipitaron de un día para otro y gracias a negociaciones bajo la mesa. La puerta a Kabul quedó abierta. Ahora quedan dos preguntas claves por resolver que determinaran el futuro del país. La primera es si los talibán lograrán lo que ningún gobierno afgano logró en 40 años: convertirse en el poder efectivo sobre todo el territorio del país o correr la misma suerte que todos los gobiernos anteriores enfrentados a una oposición armada que controla la periferia del país.
La segunda cuestión es qué papel jugará internacionalmente el Emirato Islámico de Afganistán. Los talibán de 2021 son muchísimo más sofisticados que los de 2001. Un acuerdo con China podría convertir el país en un corredor comercial con Pakistán y abrir la puerta a la explotación de los recursos del país por empresas mineras chinas.
Pero para ello el país tendría que estar bajo el control total de los talibán y otros actores externos podrían apoyar a fuerzas insurgentes que aparecieran. Sería empezar una nueva partida del Gran Juego de Asia Central.
[1] Los dos sucesivos jefes de la operación de la CIA para enlazar con la Alianza del Norte escribieron sendos libros sobre su experiencia: First In de Gary Schroen y Jawbreaker de Gary Berntsen. La experiencia de los soldados de fuerzas especiales luchando codo con codo con la Alianza del Norte fue recogida por el periodista Doug Stanton en Soldados a caballo, publicado em España por Crítica en 2010.
[2] Se trató de un instructor dedicado a formar y acompañar fuerzas locales: el Sargento 1º Joaquín Moya Espejo, caído en combate el 6 de noviembre de 2011 en Ludina, provincia de Baghdis.
[3] Véase el libro One Hundred Victories.
[4] La investigación de Whitlock ha sido ampliada en un libro de próxima aparición: The Afghanistan Papers: A Secret History of the War.