Todavía estáis a tiempo, hermanos
Tendríamos que darnos cuenta que la globalización no supone solo facilidad de desplazamiento para personas, bienes y capitales
Una de las películas que más me impresionaron en mi adolescencia fue ‘La hora final‘ (On the beach; Stanley Kramer; 1959). Con un reparto de campanillas (Gregory Peck, Ava Gardner, Fred Astaire, Anthony Perkins) narraba el apocalipsis sobrevenido por una guerra nuclear; la posición geográfica de Australia la convertía en la última esperanza de la Humanidad. El final giraba alrededor de un coro del Ejército de Salvación, que cantaba sus salmodias frente a la Galería de Arte de Nueva Gales del Sur, Sidney, en cuya fachada colgaba una pancarta, de la que el título de este artículo es la traducción. Uno a uno los componentes del coro van desapareciendo, hasta que el lugar queda desierto.
Mientras en toda Europa el movimiento por la paz luchaba para que ese holocausto no fuera realidad, aquí el franquismo nos había aislado también de ese aspecto de la realidad. La crisis de los misiles, que tuvo lugar no mucho después de que yo viera la película, fue como pasar del peligro teórico al real. Años después, visitando Sidney, quedé muy impactado al reconocer la fachada del museo.
Desde que empezó la crisis del coronavirus el recuerdo de dicho film ha sido en mi recurrente. Y no digamos a partir del momento en que se ha decretado el aislamiento. Que se me entienda, no intento ni mucho menos transmitir una visión apocalíptica de la pandemia que estamos viviendo, pero precisamente porque habrá un mañana, creo que valdría la pena que una vez superada la crisis, ésta nos moviera a una profunda reflexión, que pusiera las bases de una prevención futura de situaciones semejantes. En tiempos de paz, hacía un siglo, con motivo de la llamada “gripe española”, que la Humanidad no se había enfrentado a una situación comparable.
En primer lugar tendríamos que darnos cuenta que la globalización no supone solo facilidad de desplazamiento para personas, bienes y capitales, sino que posibilita la transmisión de enfermedades en cuestión de días. Y a pesar de todos los avances en terapia y prevención, siempre habrá un agente infeccioso susceptible de provocar una epidemia.
El choque psicológico provocado por la pandemia se arrastrará largo tiempo, y puede ser un magnífico caldo de cultivo para propuestas de populismo nacionalista, euroescéptico, por ejemplo, en la medida en que se vea la construcción europea simplemente como el primer escalón de la globalización. Pero es evidente que la vuelta a ese seno materno, a una edad de oro de autocracia nacional, ha desaparecido para siempre. Incluso sin unidad europea, sin globalización económica, no se podrían poner puertas al campo del movimiento de personas.
En cuanto a prevención, convendría poner a los dirigentes políticos ante la evidencia de su fracaso. Desde el Prefecto del Departamento de los Pirineos Orientales, que permitió el aquelarre Puigdemont, hasta las diversas autoridades que, en función de sus competencias, no pusieron obstáculos a que ¡hace apenas diez días! tuvieran lugar acontecimientos deportivos masivos, las marchas del 8-M y el mitin de Vox.
Pero por supuesto la irresponsabilidad no atañe solo a dichas autoridades. También a determinados componentes de la sociedad civil, como clubes de fútbol, partidos políticos, o el mismo movimiento feminista. Durante años ha estado predicando que todos los males del mundo son debidos a la testosterona (muy bien representada en Vox, por cierto), pero está visto que los estrógenos, desbocados, no tienen nada que envidiar en sus efectos.
Y finalmente pienso que con la vuelta a la, digamos, normalidad, habría que tomar el toro por los cuernos, de una vez por todas, del cantonalismo sanitario en el que está sumergida España. Me ciño solamente a ese ámbito, porque ir más allá sería pedir peras al olmo. Hace años que se viene denunciando el hecho de la dificultad que surge muchas veces para recibir atención médica, o recetas de medicamentos, cuando alguien se encuentra en una comunidad autónoma diferente a la que es residente. Pero de golpe y porrazo nos hemos dado cuenta que España ni siquiera cuenta con un número de teléfono único de urgencias, sino que hay una verdadera retahíla de ellos, en función del cantón que uno habita. Se me dirá que se trata de algo anecdótico.
Quizá, pero a la vez terriblemente significativo. Con frecuencia se denuncia la actitud insolidaria de los nacionalismos vasco y catalán, de la que estos días se ha tenido algún ejemplo; pero es evidente que el problema no se limita a ellos, sino que dicha insolidaridad se ha extendido como una epidemia nacional, que infecta a todas y cada una de las comunidades autónomas, bregando por conseguir señas de identidad a cualquier precio, incluido el número telefónico de urgencias, o sea la salud de sus vecinos. ¿Nos vamos a olvidar de ese “viva Cartagena” sanitario cuando el Covid-19 no sea ya más que un mal recuerdo? ¡Todavía estamos a tiempo, ciudadanos!