Lacoste oscuro y calzado acharolado. El flamante entrenador del Barça es el antídoto de la fiera. Esta misma semana, Tito Vilanova se ha dado de bruces contra Mourinho, un portugués sin saudade, enamorado de su falsa honestidad y colgado de una tronitonante transición (la que va desde el special one, escarnecido en la BBC, hasta llegar el actual only one), adaptada a los valores del Madrid. El técnico blanco es un destilado de sí mismo. Ceño fruncido y barba mal rasurada, Mourinho sale de su cueva con la soberbia por montera, enardecido de supuesto rigor. A su paso, Rocabruno bate a Ditirambo –título del cineasta Gonzalo Suárez– aunque sea haciendo trampas al solitario, como lo experimentó el propio Gonzalo, convertido en cronista deportivo y seguidor del Barça histórico de Helenio Herrera, bajo el pseudónimo de Martín Girard.
La era del fin de la corbata en la zona técnica resulta reconfortante. La muerte iconográfica del modisto italiano no perjudicará al fútbol; al contrario, pondrá las cosas en su sitio. También ahí, en el terreno del estilo, Vilanova tendrá que vérselas con Mourinho. El portugués al que Michael Robinson calificó en Canal de “cálido, afectivo y espléndido” –hasta tal punto llegan los incentivos blancos– es en realidad un chico de Setúbal, que cumplió su sueño de triunfar en la capital; aunque su capital se divide en dos: Lisboa, eslabón colonial de Byron, y Londres, la metrópoli.
En Londres, Mourinho superó el examen de grado para los hombres de mundo. Stanford Bridge y la City fueron su éxtasis como lo habían sido en el ochocientos las calles de la Baixa o de Alfama para el protagonista de El Primo Basilio, la novela de Eça de Queirós, cumbre del romanticismo portugués. Queirós caricaturizó a Basilio, un joven aventurero convertido en bribón, e instaló el drama en Luisa, su enamorada, una especie de madame Bovary lisboeta. En un día de su vida, Basilio pasaba por la lucidez, por la dipsomanía, por el romanticismo ramplón o por ataques repentinos de iracundia. De Mourinho no puede decirse lo mismo, pero es bien cierto que muestra, muy a menudo, arrebatos de mal perdedor. Alguna de sus incontinencias está reservada a Vilanova, el técnico de Bellcaire d’Empordà, que se cruzó un día con la vida del primo Mourinho, aquel chico parco en modales, que se considera a sí mismo un ser único.
Francesc (Tito) Vilanova sabe esperar. No fue lo suficientemente bueno para Sandro Rosell cuando hace nueve años el hoy presidente daba la orden de desmantelar el staff técnico del fútbol base y despedir a los técnicos de la cantera. Entre los damnificados estaba Vilanova, entrenador por aquel entonces del Cadete B.
Los vestuarios tienen su jerarquía, y Guardiola respetó la suya en Wembley, la noche de su segunda Copa de Europa, al señalar que el Barça debe poner en el campo a jugadores que se adapten al juego de Messi. Fue la antesala del caso Villa. El delantero centro de la Roja no acepta la jerarquía del vestuario del Barça y para muchos tiene ya un pie en el Inter de Moratti. Es el primer marrón que deberá solucionar Vilanova, un técnico muy futbolero “con el que hablamos mucho” (versión Xavi), que “enseña mucho, como un libro, y además no se hace pesado” (versión Iniesta).
Vilanova entró en La Masia en 1984. Allí conoció a Guardiola y ambos crearon Els Golafres, el grupo de Jaume Torres, Roura, Sánchez Jara o Altimira. “Éramos jóvenes. Cada uno traía algo de su pueblo y ¡montábamos grandes comilonas!». Desde entonces a Vilanova muchos ex compañeros le conocen como el marqués porque, además de muy educado, le molestaba mucho que el balón no estuviera bien hinchado o que el césped estuviera mal cuidado. “Tito es un señor y de fútbol sabe un huevo”, proclamó no hace tanto Tintin Márquez, que jugó con él en el Figueres. Por su parte, Juan de Ramos, ex técnico del Sevilla y del Madrid, que también le conoció como futbolista en el Lleida, tiene este recuerdo: “Posee alma de entrenador. Lee muy bien los partidos”.
Conoce el camino y solo el tiempo dirá si sabe burlar al destino. Vilanova vive bajo el influjo de Midas, aquel rey aurífero, que lo tuvo todo gracias a su destreza con las armas, como le ocurre a Messi con la pelota. Dicen que a los entrenadores los hacen grandes los futbolistas. En otro ámbito, algo parecido le ocurrió a Pereira, aquel editor lisboeta que, en pleno salazarismo, pasó de cronista de sucesos a informador de la gran cultura, gracias a uno de sus pupilos, Monteiro Rossi. Este último criticaba ferozmente en sus artículos a D’Annunzio y a Marinetti por su adhesión al fascismo. Muerto de miedo, Pereira salió entonces de su ostracismo y empezó a entender el clima de intimidación impuesto en el Portugal de Salazar. Y curiosamente, este cambio casual fue el origen de su éxito profesional y económico. El argumento de Sostiene Pereira, la conocida novela de Antonio Tabucchi, puede trasladarse a los técnicos del duelo Barça-Madrid utilizando de nuevo la proximidad portuguesa de Mourinho, el rival de Vilanova.
El entrenador barcelonista ha tenido de maestro a Guardiola, un esteta instalado en Chelsea; pero no el club londinense, sino al distrito de Nueva York, que hoy es la alternativa cool del Soho o del Village, los barrios de moda en los ochentas. En su año sabático, Guardiola rastrea las fronteras del negocio digital y mantiene hilo directo con sus nuevos amigos, los Laporta, Oliver, Vives-Fierro y compañía, miembros de la escisión más excitante de la fundación soberanista, Catalunya Oberta. Al hilo de su predecesor, Vilanova no podrá centrarse exclusivamente en las alineaciones. Tendrá que aprender por lo menos la gramática parda de los ejecutivos de éxito que pueblan las plateas operísticas y las salas de arte contemporáneo. Se enfrenta a la iniquidad, a la central lechera de Florentino, acostumbrada a levantar empalizadas de papel capaces de distorsionar la realidad con tal de proteger su ciudadela. Entre Vilanova y Mourinho hay un abismo que separa la educación de la ira; la templanza del rencor; el Mediterráneo del Atlántico o la medida de la procacidad.