¿Sumar facciones o candidatura nacional?
¿Qué sentido tiene intentar llamar la atención de Europa cuando por ahora sólo ha mostrado una pasividad escandalosa frente al proceso catalán?”
Este es el mantra que susurran los que celebran la incorporación a la candidatura de ERC para Europa de uno de los paladines del federalismo socialista.
¿Ahora resulta que lo que digan en Europa no importa? Pues si eso era así, si llamar la atención de Europa sobre Catalunya no importa, ¿por qué tanta bulla para que José Manuel Durão Barroso, Viviane Reding o cualquier funcionario de la UE se manifestase públicamente a favor de la consulta soberanista catalana? Europa no puede servir para una cosa y para la contraria al mismo tiempo.
Los que se regocijan con la incorporación de Maragall —y de quien es posible que le siga, el siempre volátil Toni Comín— al proyecto de ERC lo hacen desde la legítima alegría de que es posible la recomposición de la maltrecha izquierda. Lo que nos faltaba.
Según estos alegres protectores del progresismo, las elecciones al Parlamento Europeo no deben tomar en consideración el proceso catalán, ni tan siquiera Europa, sino que deberían servir para forjar la unidad de la izquierda catalana entorno a ERC para poder desbancar definitivamente un PSC españolizado y españolista. ¡Vaya por Dios!
Por lo que parece, Maragall fortalece el flanco más débil de ERC, que es precisamente esa E que preside sus siglas. Si uno repasa los grupos parlamentarios de la cámara catalana, en seguida se da cuenta de que la izquierda está sumamente fragmentada. Entre unionistas y catalanistas de cualquier signo, en el Parlamento catalán hay cinco grupos parlamentarios (o seis, si desgajamos a los comunistas de los verdes) que se consideran de izquierdas: CUP, C’S, PSC, ERC i ICV-EUiA. Incluyo a C’s, porqué son ellos quienes también dicen serlo. En el otro lado, en la bancada de la derecha, sólo hay dos grupos (o tres, si separamos a los liberales de los democratacristianos): PP i CiU.
Conclusión: la izquierda tiende a la división mientras que la derecha permanece unida a pesar de las muchas diferencias que separan, por ejemplo, al consejero Ramon Espadaler, la esperanza blanca de los democratacristianos post-Duran, de otro consejero, el todavía socialista Ferran Mascarell.
Supongo que Mascarell es tan socialista como dice serlo Maragall, ¿verdad? ¿Quién es dueño de la vara de medir izquierdismos? Pregunten a los del sindicato USTEC qué piensan de Maragall y verán que no es oro todo lo que reluce.
Lo que vengo a decir es que la izquierda catalana es tradicionalmente fraccionalista. Le seduce la pureza a pesar de que defienda la mescolanza en un plano teórico. Por lo general no entiende lo importante que es la unidad para conseguir alguno, por lo menos alguno, de los objetivos planteados.
Supongo que esta es la razón por la que ERC ahora no ha sabido valorar la importancia de llegar a un acuerdo soberanista, pero especialmente con CiU, para presentar una “candidatura nacional” conjunta que refuerce la imagen que en Catalunya los soberanistas son mayoría ante las dificultades a las que se tendrán que enfrentar de manera inmediata, empezando por la celebración, o no, de la consulta.
¿Qué estamos debatiendo ahora mismo, el futuro de la relación de Catalunya y España o la reconstrucción de la siempre dividida izquierda? No tengo dudas sobre la repuesta de los soberanistas que llenaron las carreteras catalanas el 11 de septiembre del año pasado. Por encima de los partidos está la gente, dirían; el país, los intereses de todos.
Desde las tribunas militantes, que son muchas y muy activas, se nos dirá que lo trascendente no es la unidad soberanista sino lo que sumen todas las candidaturas que incluyan en su programa la reclamación soberanista. Craso error. Como en el Parlamento catalán, la suma de los cinco o seis grupos de izquierda no significa que sean —ni que puedan visualizar— esa mayoría que siempre buscan y casi nunca encuentran. Y cuando consiguen unirse, a menudo se autodestruyen como pasó con el tripartito. Los protagonistas de entonces eran, además, casi los mismos de ahora.
¡Qué horror!