‘Spotlight’ y la nostalgia del ‘viejo’ periodismo

Soy un mitómano del periodismo. Quizá porque soy un baby boomer genuino. No solo por edad sino porque pasé mi primera infancia en Estados Unidos. Recuerdo los funerales de John F Kennedy y la imagen de Walter Cronkite en la CBS.

Recuerdo el grueso New York Times de los domingos, lanzado al porche de casa por un chico que montaba una Schwinn Sting Ray generadora de envidia infinita. Era la América de Mad Men; la de los enormes batidos hechos con helado; la de los simulacros de ataque nuclear en el colegio…  

Años después, mi serie favorita sería Lou Grant; mi película predilecta, All The President’s Men (Todos los hombres del Presidente; Alan Pakula, 1976), y mis libros preferidos, los de Gay Talese, David Halbertsam o Michael Herr, autor de Dispatches, uno de los mejores relatos de no-ficción escritos sobre la guerra de Vietnam.

No me han faltado ídolos en España: la pluma prodigiosa de Manolo Vázquez Montalbán, la prosa hard-core de Maruja Torres, capaz de tirarse un mes convertida en zíngara de vertedero para contar la vida y penurias de los gitanos. Y Manu Leguineche, sumo pontífice del reporterismo español y chamán de La Tribu, quien con un lacónico «no lo dudes» resolvió mi elección entre la seguridad de un diario establecido y la aventura extranjera.

Vivimos hoy en la era del periodismo adjetivado: periodismo ciudadano; periodismo de trinchera; periodismo de investigación, eufemismo que, con frecuencia, esconde la mera difusión de dossiers. Y luego está ese híbrido análisis, opinión y combate de gladiadores, el tertulianismo, que tanto y tan eficazmente contribuye en radios y televisiones a la general cacofonía ambiental.

Los confines de la información se difuminan y acercan al espectáculo. Y en justa reciprocidad, el entertainment se confunde con la información. El Intermedio, el espacio satírico conducido por El Gran Wyoming, que acaba de cumplir 10 años en pantalla, ha mutado de spoof de las noticias televisivas a competidor directo de las mismas, con 2.5 millones de espectadores, más que alguno de los informativos que se emiten a la misma hora.

Y su conductor, inteligente, culto y de acerada lengua, ha adquirido un nada desdeñable papel de referente moral del descontento, interviniendo en actos políticos, de Ada Colau, entre otros.

No falta cantidad de periodismo. La multiplicación de medios y la convergencia de tecnologías en la palma de nuestra mano lo han hecho ubicuo, prevalente y on-demand. Pero, a juzgar por la favorable acogida –por la nostalgia, casi— de la película Spotlight, uno diría que andamos anémicos de calidad periodística. Que añoramos el componente cívico y ético del periodismo.

El recién oscarizado film de Tom McCarthy, narra la investigación de un equipo especial de reporteros del Boston Globe hasta destapar los continuados abusos a menores por parte de numerosos sacerdotes y el metódico esfuerzo de la curia por ocultarlos. Pero podría tratar cualquier otra trama expuesta por una prensa libre, independiente y de calidad en cualquier país del mundo.

La película pone de manifiesto la importancia del periodismo llamado de calidad. Es decir, aquel que partiendo de un escrupuloso respeto a verdad, asigna tiempo y recursos suficientes para seguir las evidencias a donde quiera que lleguen para contar una historia relevante, de interés general y que de otro modo quedaría oculta.

Es el periodismo que descubre a corruptos, que revela abusos. Pero también es el periodismo que comprueba metódicamente cada dato; que no se conforma con una sola fuente para sostener una acusación, sino que busca dos o más para corroborarla; que sacrifica sensacionalismo por precisión e impacto por equilibrio.

En una reciente discusión con alumnos de periodismo,  pregunté sobre los profesionales que en su opinión encarnan hoy esos principios. La mayoría mencionó a Jordi Évole. Aunque no sorprendente, la respuesta me causó cierta desazón.  

Hace tiempo que Évole abandonó las formas de El Follonero, aquel falso espectador toca-narices que desde las gradas del público daba caña a Andreu Buenafuente. Sin embargo, el espíritu del personaje pervive en el Évole de Salvados, un programa-testimonio, con aspiraciones de denuncia social.

Será el viejo hábito del escepticismo, pero uno sospecha que el material, las entrevistas y el guión del programa se orientan al servicio de una tesis –una conclusión— establecida antes de empezar. Y que lo que no avala la tesis inicial se queda en la mesa de edición.

Un reciente episodio –Fashion Victims, sobre las fábricas textiles que trabajan en Asia para las más conocidas empresas españolas e internacionales– confirma esa sospecha. El programa consistió, en esencia, en un linchamiento de las marcas (Inditex, Mango, El Corte Inglés, Marks & Spencer, H&M…) mediante una presentación sesgada de los hechos.

Sí, una trabajadora textil en Camboya gana 200 dólares al mes. Pero ese sueldo es mayor que el de un maestro y casi triplica el PIB per cápita, que apenas llega a 1.000 dólares anuales. Sí, Camboya es un país en desarrollo; pero la industria textil, que supone un 60% de sus exportaciones, ha sido decisiva para que la economía camboyana haya más que doblado su tamaño (128%) en una década, saliendo de la pobreza.

Que ha habido y hay todavía abusos es un hecho. Pero lo es también que la gran mayoría de las grandes marcas –particularmente las españolas y europeas—dedican considerables esfuerzos a asegurar que sus proveedores asiáticos actúan conforme a estándares salariales, laborales y medioambientales de la OIT y reconocidos por las propias ONGs.

No por una bondad intrínseca de las empresas sino porque hacerlo de otro modo el mundo de hoy sería un pésimo negocio: la sociedad no tolera los comportamientos irresponsables.

En el programa se señalaba que varias de las marcas aludidas habían «declinado participar». Cabe preguntarse por qué compañías que dan la cara regularmente ante los medios no lo hicieron en este caso. Y es, me consta, porque las empresas son renuentes a someterse al interrogatorio de Évole por temor a que luego, en pantalla, se utilice solo aquello que no contradiga la intención del programa.

El buen periodismo está reñido con los tics. Y uno de los que más perviven es el de la presunción de culpabilidad de las empresas. Es de una simpleza, una ignorancia y una perversidad atroz. Particularmente cuando quienes lo muestran operan, ellos mismos, a través de sus propias –y en ocasiones muy lucrativas—sociedades.

En la última década hemos pasado del crecimiento explosivo a la crisis más profunda; de la euforia a la depresión; de la indiferencia al desafecto; de la complacencia por el todo vale a la indignación por la corrupción…

Ese viaje ha dado alas a una supuesta nueva política, aunque últimamente vemos que se parece peligrosamente a la vieja. Spotlight sugiere la necesidad de recuperar el espíritu –y las prácticas—del viejo periodismo.

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