¿Sonríe el destino o es un rictus?
Pablo Iglesias es el gran hacedor de trampantojos de la política española: antes un referéndum inaplazable, ahora una vicepresidencia imprescindible… Lo suyo es pintar puertas abiertas de par en par sobre lo que en realidad son sólidas fachadas de piedra… y esperar a que otros se estampen al intentar traspasarlas.
Y lo curioso es que le funciona. De natural intenso, cuando se pone solemne, adopta un tono entre melifluo y combativo, mitad cumbayá, mitad el joven Lenin. Es el estilo, dicen, que ha revolucionado la política española –la catalana incluida— al canalizar las iras y frustraciones de los desafectos al régimen del 78, que de otro modo hubieran acabado en las barricadas.
Sin duda hay que agradecerle a la nueva, novísima izquierda, que haya insuflado vida a la política. Como las series han renovado la industria audiovisual. Pero uno comienza a preguntarse si –quizá por la afición que tanto profesa Iglesias por Juego de Tronos— política y drama no han acabado por fundirse en una sola e interminable ficción.
A los del régimen del 78, que no hemos podido –ni querido— despojarnos del todo de las adherencias izquierdosas de la juventud, tanto cambio nos coge un poco a contrapelo. Para empezar, el lenguaje da un poco de grima: «¿Tomar el cielo por asalto?» (¡por Dios!) o los golpecitos con los que el candidato Iglesias remató su minuto de oro del «no olviden y sonrían«.
Pero, superado el pudor que causa el léxico guay, lo que provoca desasosiego es el fondo: la sustancia… o su carencia. El mes y pico transcurrido desde el 20D permite inferir algunas conclusiones sobre la naturaleza, intenciones y métodos de Podemos.
Las más evidentes confirman su capacidad para actuar con el mismo tacticismo, cinismo y énfasis en el interés propio sobre el de los ciudadanos que los más acreditados representantes de la vieja política. O sea, la casta, ese genérico que Podemos ha dejado de mentar ante el riesgo de parecerse demasiado a ella.
En ese sentido, el sorpresivo ofrecimiento de un gobierno de coalición Podemos-PSOE-IU –con frase guay incluida: «la sonrisa del destino que Sánchez tendrá que agradecer«— merece un decidido like. Iglesias ha demostrado de nuevo su talento disruptivo; su capacidad de subvertir los planes del solitario Mariano Rajoy y del necesitado Pedro Sánchez, ofreciéndose a sí mismo como vicepresidente ejecutivo. Todo o nada; es decir, nada.
Pero más allá de la genialidad táctica, cabe preguntarse cuáles serán sus efectos y –sobre todo— qué tendencia describe este enésimo requiebro. A la primera pregunta respondió a las pocas horas con los hechos Mariano Rajoy al declinar el encargo real de intentar la investidura. Una jugada igualmente incierta, pero también audaz del presidente en funciones, moribundo pero no del todo muerto, al menos hasta que el PP le encuentre recambio.
Sin embargo, para los que estamos irremisiblemente contaminados por el 78, el verdadero peligro –sí: peligro— de Iglesias y de su pequeña cohorte dirigente radica en lo que sus performances ocultan: su reiterado cambio del discurso y el abandono sistemático de los compromisos adquiridos. Si actúa así ahora, ¿qué fiabilidad tendría cómo gobernante?
Es una capacidad evolutiva que le ha permitido pasar de la ultra-izquierda (¿se acuerdan de la renta básica universal o el impago de la deuda externa?) a una suerte de socialdemocracia con diálogos de Tarantino. En poco más de un año, Podemos ha dado la vuelta a su ideario heavy original, para ir adoptando en cada instante el más conveniente para la coyuntura política del momento, con Íñigo Errejón en el papel de Mr. Wolf: «solucionando problemas«.
Ese tacticismo llevó, en las pasadas generales, a que Iglesias adoptara apasionadamente la causa de la autodeterminación como conditio sine qua non para cualquier pacto postelectoral. Pero la semana pasada, esa raya roja tan necesaria en su momento para que fraguara En Comú Podem, tuvo la misma suerte que la previamente innegociable demanda de los cuatro grupos parlamentarios: el olvido y su sustitución por un nuevo fuego de artificio.
La cúpula de Podemos concibe la política como gran truco de magia: una sugestión masiva y continuada que sólo se puede mantener con golpes de efecto, frases emotivas y giros abracadabrantes a la lógica convencional. La prestidigitación requiere lo que en inglés se llama misdirection, desviar la atención del espectador hacia lo que no está ocurriendo para poder efectuar a plena vista la trampa.
El debate y la disensión interna se interponen en su proceso acelerado de asalto a los cielos. Por eso, el marketing sustituye al debate y la retórica a la ideología. Se crea una base masiva pero manejable –los círculos y asambleas ciudadanas— y una estructura de poder («coordinación» en su léxico) escueta y unívoca. Podemos es a la política lo que Amway es a la venta piramidal: muchos participan pero mandan muy pocos.
Pero todo tiene un límite. El sanedrín de Podemos corre el riesgo de que demasiada gente dentro de su propia organización descubra el truco y repare en que su papel se limita a ser poco más que extras en la teleserie en que Iglesias quiere convertir la política española.
La renuncia a los irrenunciables cuatro grupos parlamentarios para las confluencias autonómicas de Podemos ha sido la primera gran fisura, evidenciada por el alejamiento de la valenciana Mónica Oltra y su decisión de formar grupo propio de Compromís. La segunda ha sido la demanda de un ‘reconocimiento especial’ del Podemos andaluz –donde existe desde hace meses una poco disimulada tensión entre Teresa Rodríguez e Iglesias—en el grupo parlamentario del Congreso.
Faltaba saber cuál sería la reacción de Ada Colau al nada sutil cambio de discurso de Iglesias sobre la inexcusable demanda de un referéndum para Cataluña. La combinación de esos dos sustantivos –el común referéndum y el propio Ada Colau—pueden convertirse en el mayor reto para Iglesias.
La primera señal la dio el pasado lunes la alcaldesa de Barcelona anunciando la creación de una ‘nueva plataforma política para el cambio’ que supere y amplíe el espacio de En Comú Podem. Más que nunca, Colau –la única figura de la nueva política que rivaliza en tirón mediático con Iglesias— y sus 12 escaños en el Congreso es el socio al que Podemos no puede permitirse el lujo de contrariar.
Abraham Lincoln decía que «se puede engañar a algunos todo el tiempo y a todos algún tiempo, pero no a todos todo el tiempo«. A falta de un poder consolidado (Podemos sin sus socios periféricos se convierte en Hubiéramos Podido), Iglesias y sus lugartenientes seguirán haciendo de la política una sucesión de capítulos de Juego de Tronos en la esperanza de ser determinantes.
No debería olvidar el líder de Podemos que ni la arrogancia ni la astucia impiden en la Canción de Hielo y Fuego una muerte súbita y brutal a quienes compiten por el trono de hierro. Y debería recordar también que el personaje mejor dotado para la supervivencia es, curiosamente, el más pequeño y el más descreído… pero también el más moral.