Sin catalanistas no habrá reformas

Unidad de acción. Esquerra Republicana y Convergència Democràtica, ahora Democràcia i Llibertat, han decidido mantener una misma voz en el Congreso respecto a las negociaciones sobre la investidura del socialista Pedro Sánchez. Por ahora, y en función de cómo avancen las semanas, la posición está clara: no se moverán del no, si Sánchez no apuesta por un referéndum en Cataluña, como pide también Podemos.

El gran cambio que se ha producido en la política española es que el catalanismo ha querido encerrarse, por ahora, con su único juguete: el proyecto independentista. La estrategia, equivocada o no, es seguir un guión a la espera de que alguien ofrezca una alternativa. Podría haber rectificación, pero esta vez una parte del catalanismo se mantendrá firme: el independentismo se ha ganado un lugar, mayoritario o no, pero tendrá un espacio concreto en la política catalana.

Eso lo deberían saber todos los partidos políticos del conjunto de España. Asumir la realidad siempre es mejor que ignorarla. A partir de ese diagnóstico se pueden tejer complicidades y llegar a soluciones satisfactorias para todos.

El hecho es que, poco a poco, la vanguardia intelectual y académica catalanas han dimitido de su histórico papel. Como analizó con brillantez Jesús Cacho Viu, el catalanismo ha tenido siempre un horizonte: la modernización de España. Lo explicó en El nacionalismo catalán como factor de modernización, un libro cuyo prólogo lo escribió nada menos que Albert Manent.

La ausencia intelectual se podría pasar por alto, aunque es de una grave irresponsabilidad en estos momentos. Pero lo más importante, por su componente práctica, es que los académicos que solían participar en todas las salsas, los que, con criterios técnicos, se habían involucrado en buscar soluciones, tampoco están ni se les espera.

Lo ha recordado Guillem López Casasnovas, de los pocos que busca esa implicación, como consejero en los últimos años del Banco de España. Guste o no, se considere más o menos necesario, lo cierto es que el estado de las autonomías ha ido avanzando en gran medida gracias a las aportaciones de académicos catalanes que creyeron en el autogobierno, siempre integrado con las instituciones del conjunto de España.

El modelo de financiación de las comunidades autónomas no se entiende sin los numerosos estudios del departamento de Hacienda de la Universidad de Barcelona (UB), por ejemplo. Creyeron en el federalismo fiscal, y consiguieron que toda España avanzara. Como mencionaba López Casasnovas en un artículo en La Vanguardia, se debe mucho a los Casahuga, Colom, Pedrós, Trias Fargas o Castells.

El esfuerzo se debe ejercer en las dos direcciones. Si esos académicos se consideran despreciados, orillados porque no se ha conseguido el equilibrio que se pedía desde Cataluña, podrían intentarlo de nuevo al entender que cualquier otra posibilidad –la independencia– es todavía más complicada.

Deberían comprender que sus tesis no son las únicas, y que desde Cataluña también ha trabajado y dedicado muchos esfuerzos alguien como Angel de la Fuente, ahora director de Fedea, que nunca ha visto muy claro como se calculaban, por ejemplo, las balanzas fiscales.

Y el esfuerzo debe llegar por parte de los grandes partidos y de los emergentes, porque difícilmente habrá reformas de calado en España sin el concurso del catalanismo, aunque ahora se haya camuflado de soberanismo. Aunque razón no les falta –Convergència se ha equivocado mucho desde 2012– los dirigentes del PP o del PSOE no pueden señalar a los diputados nacionalistas en el Congreso como demonios que romperán España.

Al margen de las disputas partidistas, es evidente que no romperán nada. Esperan, desde el minuto uno, un proyecto de mejoras, que no únicamente guarda relación con el status de Cataluña, si no con el funcionamiento de las instituciones españolas.

En el pasado más reciente, la colaboración del catalanismo ha sido crucial para el desarrollo de España. Y ahora tampoco se puede pensar una nueva arquitectura de España sin la participación de ese catalanismo.