Silencios voluntarios
Hace unos días Francesc-Marc Álvaro escribió un muy buen artículo sobre cómo los rumores, las insidias y los cuentos desfiguran la realidad y tuercen la verdad de los hechos. Álvaro tituló su artículo Amenazas y silencios.
La amenazas están claras porque los soberanistas catalanes llevan casi cuatro años sufriéndolas. El Estado se defiende con uñas y dientes ante la «amenaza» separatista aunque roce esa línea roja que nunca debería cruzar: quebrantar los derechos democráticos de las personas y de las ideas políticas.
En los años de plomo del terrorismo de ETA, el Estado cayó en la tentación de combatirlo con las acciones criminales ilegales de los GAL que conculcaron los derechos humanos y convirtió el Estado de derecho en puro supuesto. Aunque haya quien lo defienda, el fin nunca justifica los medios. Al contrario. La fuerza de la democracia está –o debería estar– en esa superioridad ética contra la tentación totalitaria que, a mediados de los años 30, culminó con los experimentos protagonizados por Hitler y Stalin.
La perniciosa tendencia hacia el totalitarismo ya destruyó a principios del siglo XX las naciones democráticas. Cuando el Estado se permite el lujo de mentir o se muestra indiferente ante los principios básicos de la democracia, es que ésta se ve sometida a los truhanes que imponen su mal gobierno. Y ello vale tanto para el maldito bastardo de Aznar como para ese encantador de serpientes que fue Felipe González.
La democracia española es de mala calidad. La tradición democrática se aprende con los años y no se inventa. El siglo XIX español, a pesar de ese orgullo patrio que exalta las virtudes de la Constitución de 1812, estuvo condicionado por pronunciamientos militares y por el caciquismo, como ya escribió en su día Joaquín Costa, además de ser escenario de tres guerras carlistas y múltiples guerras exteriores.
El siglo XX no fue mejor: guerra en África, semanas trágicas y cómicas, una dictadura blanda, otra guerra civil –más cruenta, si cabe–, el exilio de los mejores intelectuales que tenía España y una dictadura criminal que duró lo que vivió el dictador Francisco Franco.
En fin, la historia contemporánea española es, a diferencia de lo que se intenta inculcar en los círculos aznaristas de la Faes, un castigo divino que debería poner en su sitio ese orgullo patriotero español que se cree superior –injustificadamente, claro está– en todo y ante todo el mundo. Por ejemplo, ante la pérfida Albión, aunque los británicos, por malos que fuesen en sus aventuras coloniales, desde los tiempos de Cromwell que no saben lo que es una dictadura.
Las interpretaciones delirantes que la extrema derecha española hace del pasado llegan incluso a reivindicar la posición de Franco ante la II Guerra Mundial frente a la del malvado Winston Churchill. Siendo así, no es de extrañar que luego la Real Academia de la Historia (RAH) suscriba una biografía benévola del dictador español. El escándalo fue tal, que ahora la RAH se ha visto con la obligación de rectificar, por lo menos en la versión digital, esa aberrante entrada del diccionario biográfico español.
Cuando leí el artículo de Álvaro, enseguida pensé en que el problema de España no son las amenazas. Lo peor son los silencios. Fue entonces cuando me vino a la cabeza ese gran libro de Daniel Jonah Goldhagen, de 1996, que en español se tradujo con el expresivo título de Los verdugos voluntarios de Hitler. Los alemanes corrientes y el Holocausto (Taurus, 1997). Fue una bomba.
Lo fue tanto que generó una fructífera polémica sobre el silencio y el olvido a partir de la idea que expuso este historiador norteamericano sobre si los alemanes corrientes –cada individuo, por lo tanto– «estaba en condiciones de elegir el modo de tratar a los judíos».
Goldhagen defendía en su estudio que el nazismo creció sobre un sustrato antiguo, de honda tradición antisemita y xenófoba, que ya estaba presente en la sociedad alemana y fue «el verdadero contexto histórico en el que los genocidas alemanes desarrollaron las creencias y los valores en los que se basó su comprensión de lo que era correcto y necesario en el tratamiento de los judíos».
Algo parecido ocurrió con los armenios hace 100 años, en abril de 1915, cuando sufrieron lo que hoy se considera el primer genocidio contemporáneo, según la definición que propuso del término el profesor Raphael Lemkin en 1944, bajo el ya declinante Imperio Otomano.
Pero aquel primer genocidio no hubiese sido posible sin el precedente de las matanzas de 1896 ni sin el silencio cómplice de la gente corriente, de los turcos… y los austríacos. No sólo fue indiferencia, fue algo más, como pude comprobar el otro día en el Colegio de Periodistas de Barcelona.
La comunidad armenia catalana, que es bastante numerosa, me invitó a participar en la sesión de presentación de los actos conmemorativos del centenario del luctuoso genocidio. Llibert Ferri, un buen especialista en historia rusa y eslava, Armen Gabriel Sirouyan, escritor y arquitecto de la Asociación Cultural Armenia, y un servidor debatimos sobre el significado de esa barbarie. Del silencio y el olvido, al fin.
Al acabar la mesa redonda y pasar al turno de preguntas, desde el final de la sala se levantó un señor, quien dijo ser cónsul de Turquía en Barcelona, y en inglés, porque confesó que no sabía ni catalán ni español, nos largó la versión oficial turca del «no genocidio» armenio.
Cuando vi al individuo en cuestión, que evidentemente no había entendido ni media palabra de lo dicho durante la hora y media que duró la charla, me asaltó la idea de que la diplomacia española se debe haber fijado en Turquía cuando manda a representantes consulares españoles a contrarrestar los actos que organizan los soberanistas catalanes por el mundo. Las malas prácticas se asimilan muy rápido.
La obsesiva preocupación de los gobiernos por controlar el relato histórico a menudo se acompaña de amenazas e intimidaciones, cuando no de ilegalidades manifiestas, que llegan hasta el extremo de declarar la guerra contra la libertad, la justicia y la moralidad. Y, sin embargo, lo peor son, como digo, los silencios voluntarios. El silencio de aquellos que anteponen sus intereses al riesgo de defender la libertad de los catalanes, por ejemplo, a equivocarse con el deseo mayoritario de autodeterminarse.
Ya sabemos quienes son los negacionistas –la tríada Mariano Rajoy-Rosa Díaz-Albert Rivera–, pero para mí son peores los indiferentes, los que callan ante el último episodio de delirio totalitario español. Son esos jacobinos, se llamen como se llamen (Sánchez, Iglesias o Garzón), quiénes se dicen de izquierdas, pero que miran hacia otro lado cuando la extrema derecha española, refugiada en el PP, se lanza a identificar catalanismo y yihadismo.
Esos jacobinos dicen representar a la gente corriente de España, aquella que desgraciadamente asume un silencio voluntario ante tamaño disparate racista y xenófobo que alimenta el PP. El «todo es ETA» acabó muy mal, aunque, por suerte, mandó a la cárcel al ministro socialista José Barrionuevo y al secretario de Estado de Seguridad, Rafael Vera. Veremos dónde nos llevan los silencios voluntarios de hoy en día.
De momento, incluso la nueva izquierda española despista regalándole al monarca una serie de televisión, una fantasía medieval apocalíptica que recrea las ansias de poder y más poder de los luchadores. Ganar o morir, reza el título del libro que Pablo Iglesias dedicó a Juego de Tronos, como si esa fuese la solución a los problemas de España. ¡Qué peligro, Señor! Y mientras los «patriotas» españoles fríen a los soberanistas catalanes, la verdadera crisis es la quiebra de la democracia que los jacobinos menosprecian.