Siempre hay un despacho

El relieve diamantino de los buscadores de tesoros: Arbó, Jané Solà, Buxeres, Planasdemunt, De la Rosa o Millet, entre otros.

Preguntar no es faltar: ¿Qué hay de lo mío? Nada o casi, señor. Aquel maravilloso margen se ha evaporado, después de licuarse, como su gestor, Carlos Arbó, hábil en el manejo del dinero ajeno y ex empleado de Vontobel, un banco ginebrino de fuste añejo. La administración de fortunas tiene estos golpes, sobre todo cuando se acerca el fin del plazo para la amnistía fiscal de Montoro y los inversores tratan de recuperar sus principales para ponerse a bien con la Agencia Tributaria.

En Barcelona siempre hay un despacho y se repite el mismo desenlace, esperado pero incierto. El de mayor enjundia ha sido sin duda el de Javier de la Rosa, en Diagonal, la poderosa teneduría de KIO, a pocos metros del de José Luís, lado montaña, donde ahora desayuna a diario el ex responsable de la inversión kuwaití en España, el hombre que puso patas arriba al Santander de Botín y al Banesto de don Pablo Garnica Mansi, su valedor. En sus mejores años, Javier frecuentaba Cala Gaiola, el enjambre de Cadaqués. Solía llegar a lomos del Pólux, una cubierta baldeada por filipinos, a la que accedía casi desde su helicóptero para invitar al Pernot de ancla y visera. De Diagonal al ático sobre el Trull, donde los Conto sirven aceitunas de Kalamata regadas con Retsina.

Los negocios son en blanco y negro. No entienden de colorines, pero tienen el brillo diamantino que persiguen los buscadores de tesoros. Cuentan el número, orden prosaico de la humanidad, mucho más que el matiz, y en ellos sucumben destinos extravagantes, como lo fue el de Jordi Planasdemunt, un ex consejero de Economía de la Generalitat, que en abril de 1996 fue condenado por estafa, junto a sus socios (Joan Bassols, Francisco Esteve y Francisco Javier Esteve Head) por los pagarés de BFP. Planasdemunt había desempeñado el cargo de secretario general del Colegio de Agentes de la Bolsa de Barcelona, una institución que para entonces no había cumplido su primera década en mercado continuo. El caso del ex consejero fue un simple apéndice de aquel afaire Buxeres que, algunos años antes, había conmocionado la Barcelona financiera de los ochenta.

El despacho de Alejo Buxeres, dirigido por su hábil apoderado Juanito Sampere, abrió las costuras de la ciudad al conocerse que las fortunas de Barcelona, movidas por la codicia, habían sido objeto de un fraude inversor monumental. El abismo atrae. Buxeres fue un eslabón del pasado en plena postmodernidad; una frontera divisoria entre el viejo código de comercio y frenesí de lo nuevo. El salón de contratación de la Casa Llotja de Mar, joya del gótico civil catalán, enmarcaba entonces un parqué a la vieja usanza sobre el que los agentes daban y tomaban. Junto a ellos, negociaban los llamados arbitrajistas, auténticos midas de la serpiente monetaria europea, un sistema de tipos de cambio fijos (antesala del euro), movido por personas cuya única fuente de sabiduría emanaba de la diferencia horaria entre Londres y Madrid.

Fue la penúltima gran eclosión del dinero fácil; la púrpura y el oro abriéndose paso entre las 12 del mediodía en el Big Ben londinense y el Ángelus de la Puerta del Sol; entre el precio del dólar en libras esterlinas y el fixing del Banco de España (dólar en pesetas). Por el trámite del dinero caliente han pasado los mejores: Jaime Castell, el que fue presidente del Banco de Madrid y de Gossipyum; Andreu Abelló, el hombre de la maleta en la plaza de Tánger pero, sobre todo, una referencia del catalanismo político; los hermanos Domingo y Pepe Valls Taberner, cumbre textil del medio siglo, que instalaron en sus manufacturas de Concell de Cent el sanedrín de la clase dirigente, según el testimonio de Manuel Ortínez.

Además de obtener ganancias, el cambista sirvió para esconderlas. Y así es cómo la divisa se metió a colofón de los negocios en los años del Acuerdo Preferencial de Castiella, un paréntesis inflacionario sin Agencia Tributaria ni de autoridad fiscal. La plusvalía de la piedra desató el escándalo de Renta Catalana que, en mayo de 1983, acabó con la detención de los hermanos Ignacio y Antonio María Baquer, y de Fèlix Millet, el hijo de Millet i Maristany, un anticipo de su recaída en el Palau. Felix era entonces el saxofonista de Fernando Po, un chico de buena cuna, mecido entre gasas y blondas ubres, que pasaba largas temporadas en el ingenio maderero que su familia poseía en Guinea. Esta misma Renta Catalana ensombreció las figuras de dos de sus accionistas, Trias de Bes y Joaquím Molins, cuyos casos fueron archivados. Y, casi en paralelo, estalló el asunto de Renta Inmobiliaria, un fondo de inversión que evaporó su patrimonio (el de sus partícipes) tras el destino de su fundador, Mario Pifarrè, decano de Pedralbes en los años de adoquín y mamporro.

La inversión, un negocio al que Keynes consideraba un deporte de aventura, tiene tirón en la plaza innovadora. Aquí se creó el mercado de futuros, gracias al arrojo de Ramón Trías Fargas y a la técnica de José Luis Oller. Pero lo que realmente empuja es la captación de recursos al contado, el panal de rica miel al que los tenedores recurren una y otra vez. En las “mesas de dinero”, las agencias y sociedades de valores, que actúan bajo la vigilancia estricta de la CNMV, abren el apetito de los cazadores bajistas. Estos últimos son la frontera del negocio; son leopardos agazapados en grupos internacionales o en chiringuitos menores capaces de agrupar a comunidades de rentistas y a viudas adineradas, como el que regentó en Tuset el economista Eduardo Fondevila. Al calor del margen desbocado acuden también entidades de pequeño tamaño como lo hizo Eurobank del Mediterráneo, una banco pequeño descorchado por Juan Bilbao (fue director general de Caixa Catalunya bajo la presidencia de Joan Sureda) y desplegado por Pascual Arxè, un financiero atrapado por las recurrentes intervenciones del supervisor.

El fin del statu quo bancario de los ochentas supuso en Barcelona la creación de entidades como Fibank (hoy convertido en Mediolanum) o como Privat Bank, el banco de fortunas con el que despegó Antonio Sagnier, antes de ser adquirido por la belga Degroof. El despacho lo es todo. Lo sabe bien Carlos Tusquets, instalado en el Palacete Abadal, que incuba el trabajo denso del buen gestor. Lo supo también Carlos Ferrer-Salat, aquel patrón de patrones, que fundó laboratorios y que fijó esperanzas en el Banco de Europa. Ferrer surcaba el rastro de Castell Lastortras; instaló su despacho prosaico en la OP de Rambla Catalunya, fijó su estrategia política en la Via Laietana de Fomento y conspiró a los edificios Trade, a pocos metros de Josep Maria Figueras, el presidente de la Cámara de Comercio que abrió el melón del salto inmobiliario. Estos últimos son casos de éxito contrastado. Pero, en la inversión de mediano tamaño, cuando la escoba barre, no se libran ni tirios ni troyanos; todos atraviesan el umbral del miedo.

En la persecución del dinero negro o en los límites de una amnistía fiscal como la actual, el poder pierde casi siempre los papeles; difumina la frontera entre legalidad y aventura. En un espacio sombrío de estas características se demudó el perfil de Bankpime, aquel Banco de la Pequeña y Mediana Empresa, que había fundado el profesor Josep Jané Solà y que sufrió una dura instrucción de la magistrada Comas d’Argemir. Bankpime había soltado en Luxemburgo la carga contante y sonante de un buen número de “no residentes” declarados y, sin embargo, muy “resididos” en España. Jané pagó entonces pena de banquillo, aunque la sombra de su banco se alarga hasta nuestros días, tras ser adquirido por Agrupació Mutua, una entidad capturada por Fèlix Millet (fue su presidente). Y esta vez sí; el inculpado del Palau está pendiente de un juicio oral que va a desvelar los nudos gordianos de la intersección entre los negocios y la política.