Serra: la torpeza financiera de un hombre de Estado

El juez propone y Anticorrupción dispone. Narcís Serra, que no fue imputado por Filesa ni por la persecución del Gal, lo será por CatalunyaCaixa. Se escapó de la mayor, y le pillan en un renuncio cuando enfilaba el camino de vuelta. CatalunyaCaixa fue siempre una infección. Cuando él asumió su presidencia, después de Antoni Serra Ramoneda, no pudo evitar el contagio de Loza, su director general, acampado en una carrera de despropósitos heredados de cargos anteriores, como Costabella, Joan Bilbao o el mítico Joan Sureda. Lo que no se entiende de ninguna manera son las operaciones de su último año en la entidad de ahorro, fundada por la Diputación de Barcelona. Por lo visto, cuando el dinero público había rescatado a la caja, Serra devolvió favores al poder político que lo había colocado en el cargo: la Generalitat de Montilla. Se empequeñeció, perdió el halo, como le ocurrió a Bertone, el casi intocable camarlengo de la banca Vaticana. Serra es un hombre de Estado aquejado de incapacidad para las finanzas.

En sus mejores años, el ex vicepresidente de Gobierno tuvo el Estado en sus manos; retomó la madeja tejida por la seguridad interior y el contraespionaje. Sucedió realmente al mariscal Carrero Blanco, cerrando el paréntesis ecléctico de UCD. Reubicó los servicios secretos en la cúpula militar (fue titular de Defensa y tuvo de director general a su amigo Luis Reverter, el hábil droguero de Sarrià). Despolitizó las salas de banderas; enterró el águila y, sobre todo, descontaminó a Felipe González de las cloacas del Estado. Lo hizo todo impoluto; con guante blanco. Así lo aprendió de sus mayores: su mentor, el inolvidable Narcís de Carreras y su protector, el ingeniero Duran Farell, que financió el diseño preliminar del Plan de la Ribera, encargado a dos jóvenes de postín en los años setentas, como Serra y Miquel Roca. Desde entonces han colaborado ambos en proyectos de carácter civil, especialmente en patronatos culturales, al estilo del Museu Nacional (MNAC). Desde los años del hierro, Serra y Roca representan una línea roja que no debe cruzarse, ni por la derecha ni por la izquierda; ni en la financiación de sus partidos (CiU y PSC) ni en el anhelo de libertad nacional, hoy desatado por el vendaval independentista.

Durante el episodio de la financiación irregular del PSC, coincidiendo con el apogeo de los Juegos de 92, Narcís dejó la pesada carga de Filesa sobre los hombros de Josep Maria Sala y del gran Raimon Obiols. Evitó que le estallaran en la mano los manejos del ciudadano anónimo de origen chileno en quien los socialistas catalanes habían dejado las finanzas de su partido. Aquel ciudadano sufrió; temió incluso por su seguridad; fue imputado ante el silencio opaco de un PSC dominado entonces por los patricios del municipalismo. Durante la primera etapa de la instrucción de Filesa, nadie dio la cara, salvo el contable doliente; fue como matar a un ruiseñor.

Narcís Serra nunca fue un orador. Es dueño de sus silencios, a menudo muy fecundos. Uno de estos silencios comenzó en Moscú, cuando el entonces embajador español, Juan Antonio Samaranch, le regaló a Concha, la esposa de Narcís (entonces alcalde), una ninotchska rusa como símbolo de su conspiración para llevar las Olimpiadas a Barcelona. Serra, pianista y melómano, nunca frunce el entrecejo. Su gesto, mezcla de sonrisa y pesados anteojos, anuncia siempre soluciones. Ahora tendrá que explicarle al juez su último ejercicio en CatalunyaCaixa, aquella entidad de ahorro de fundación pública, cuyos directivos salen indemnes en el penúltimo suspiro para caer en el pozo de la Fiscalía. Anticorrupción dispone.