Series, talento, capital y mucho más

El 2021 ha sido el año dorado de las plataformas, que ven consolidado su modelo de negocio mediante la producción y distribución de series

Comentábamos en el último episodio de La Plaza que mientras el mundo de los espectáculos presenciales ha sufrido como pocos los efectos devastadores de la pandemia, las series para televisión han triunfado incluso más de lo esperado.

Las series sí, pero no tanto las películas, y menos las salas de cine que se han desertizado mientras los teatros se han salvado. El 2021 ha sido el año dorado de las plataformas, que ven consolidado su modelo de negocio mediante la producción y distribución de series.

Por contraste, el resto languidece hasta la extenuación. El Cirque du Soleil como paradigma. Mientras las series han levantado un vuelo majestuoso y dominan los cielos de la imaginación, el resto de oferta basada en un guion se defiende como puede para mantenerse a flote o simplemente no sucumbir.

El binomio capital-talento, en el que se basa tanto el cine como los grandes espectáculos sobre escenarios en vivo, tan proclive a las migraciones del talento hacia las ofertas más suculentas del capital, está viviendo poco menos que un éxodo desde todas las especialidades hacia las series. Un éxodo hacia nuevas cotas de triunfo sólo apto para los más aptos.

Si en un principio muchos de los grandes actores o directores se resistían, luego tuvieron que optar entre sucumbir para acampar en el nuevo edén o verse substituidos por otros que ocupaban su lugar y les empañaban el brillo en las superpobladas esferas del estrellato.

Aparejado al éxito de las series, y contribuyendo tal vez más y antes que nadie a ello, es la figura del creador principal, la cabeza de la que emerge la historia, que ha relegado hasta un segundo plano a la figura antes tan venerada del director. En no pocas series, y para mayor escarnio de la tan preciada y a menudo genial profesión, el director cambia a cada capítulo sin que se note diferencia o sello propio alguno.

El 2021 ha sido el año de las plataformas, que ven consolidado su modelo de negocio mediante la producción y distribución de series. Pixabay

La gran diferencia de base, la ventaja de las series sobre el resto de ofertas en el campo del entretenimiento es que ocupan más tiempo y son por ello susceptibles de captar un mayor interés. Lo que en un principio parecía algo desproporcionado en relación a la oferta televisiva y cinematográfica, un producto excepcional y poco menos que marginal, se abrió un hueco en el mercado gracias al enorme éxito de algunas de las pioneras.

Los Soprano (1999-2007) y a continuación The Wire (2002-2008), ambas de HBO, significaron un punto de inflexión. Un antes y un después. Incluso en el FFNAC se vendían como rosquillas los packs completos. Luego, la superproducción Juego de tronos, también de HBO, Breaking Bad del gran Vince Gilligan y un largo y muy brillante etcétera de best sellers condujeron a un éxito que la pandemia ha convertido en dominio poco menos que absoluto.

No se trata de un mero fenómeno comercial. Las series están tomando el relevo de la hegemonía en el espejo que la cultura sitúa delante del mundo y de sus civilizados habitantes. Aunque más difuso y per ello menos sujeto a escrutinio y control sobre sus contenidos que el mundo de la comunicación, la cultura de masas es un poder que contribuye de forma muy notable a configurar el mundo tal como lo vemos y lo entendemos.

En un tiempo fueron la tragedia y la poesía. En otros tiempos la filosofía o el arte. Más adelante el pensamiento y la novela. En cada época la cultura ha influido de modo muy profundo y ha sido protagonista principal de corrientes que han conducido a grandes cambios. Verbigracia para incrédulos las revoluciones francesa o rusa.

En nuestros tiempos es la ficción, incluso la no-ficción disfrazada de ficción. El cine absorbió buena parte de la novela del mismo modo que la novela había sorbido de la poesía. Ahora, después de fagocitar todo lo preexistente, mandan las series, algunas series, las más osadas y exigentes, las menos complacientes y no por ello menos populares.

Ni Walter Benjamín podía haberlo imaginado ni George Orwell haberse equivocado más en su metáfora de la granja humana. No es que las sociedades sean más manipulables que las precedentes, o nosotros que nuestros padres o antepasados, es que en buena parte gracias a las series nos concebimos como manipulables en extremo cuando tal vez lo seamos bastante menos. Las mejores series son el mayor foco de lucidez para las masas y por ello un vector de autocontrol de las élites.

Resulta que nuestro mundo y nosotros mismos somos bastante más frágiles, imprevisibles, impredecibles, ambivalentes y a menudo dañinos de lo que nos teníamos figurado. Lo que el espejo refleja es más interesante y preocupante porque es menos bonito y agradable. Es el signo incierto de nuestros tiempos que, más y antes que nadie, las series nos inoculan.

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