¿Será que Sánchez lo hace a propósito?

El presidente del Gobierno muestra síntomas de un orgullo hipertrofiado –la ‘hubris’ de los griegos– que produce un falso sentimiento de infalibilidad. Pablo Casado e Isabel Díaz Ayuso harían bien en tomar nota del fenómeno

Tengo un amigo muy inteligente… Bueno, tengo varios, pero éste posee una punzante suspicacia que completa su potente intelecto. Es de los que tiende a preguntarse sobre los motivos ulteriores que se esconden tras cualquier situación que no termina de encajar en un marco lógico. El refrán de “piensa mal y acertarás” le va de perlas, pero debo asegurar que su malicia no tiene ni una pizca de maldad; solo ese escepticismo resignado que dan los años y haber presenciado mucha necedad.

La explicación viene al caso de la última conversación que tuvimos sobre la política –o, mejor, la anti política– que nos rodea. Concretamente, sobre el lío descomunal en que se ha metido, él solito, nuestro presidente del Gobierno. La sucesión de hechos desencadenados últimamente por Pedro Sánchez tiene pocos precedentes en la vida pública de las últimas cuatro décadas.

No es que se le haya acabado la baraka que se le atribuía a José Luis Rodríguez Zapatero. Es que la audacia –hay que reconocérsela– que le ayudó a alcanzar el Gobierno en primera instancia (2018) y a conservarlo en segunda (2020), se le dado la vuelta por voluntad propia: es como si quisiera dinamitar lo que queda de legislatura con una sucesión acumulativa de errores propios. Eso, al menos, es lo que insinúa mi amigo.

Con el beneficio de la perspectiva, se puede afirmar que el primero de esos desaciertos fue aceptar ser investido con los votos de Unidas Podemos, Bildu y Esquerra Republicana en enero de 2020. Alguien dirá que el problema fue anterior: no haberse entendido con Ciudadanos en 2019 y que Podemos también diera la espalda al intento de gobernar en minoría. Pero, en justicia, de esa circunstancia comparte responsabilidad con Albert Rivera y Pablo Iglesias, dos casos dignos de estudio en lo que se refiere a meter la pata.

No seré de los que acusa al presidente de radicalismo o de traición a la patria por pactar con la izquierda populista y con el independentismo vasco y catalán. Que unos y otros estén representados en el Congreso legitima que se apañen con quien consideren oportuno. Otra cosa es a costa de qué. Pero resulta evidente que un mínimo análisis, una mínima comprensión de la realidad, le hubiera alertado a Sánchez de los riesgos de pactar con fuerzas inherentemente inestables con agendas inasumibles por un ‘partido de estado’, como dice ser el PSOE.

La radiactividad de Iglesias

Es verdad que la caída de Ciudadanos en las generales de 2020 (ya querrían ellos que el desplome se hubiera detenido allí, pero esa es otra historia) dejaba al aspirante socialista pocas alternativas a la decisión que tomó: convocar unas terceras elecciones o trenzar una grosse koalition parecida a la que Angela Merkel formó en tres ocasiones: 2005, 2013 y 2018. Cabe especular cómo sería hoy la política española si se hubiera aplicado esa fórmula improbable en lugar de optar por Podemos.

Pablo Iglesias ha acabado por traerle a Sánchez muchos más disgustos que alegrías y ha servido de justificación para el fuego intenso –frecuentemente, exagerado y a veces excesivo– con que le ha bombardeado el bloque de la derecha. La hemeroteca le impide alegar ignorancia: “no podría dormir si Podemos estuviera en el Gobierno”, ¿se acuerdan? Sospecho que le ha quitado el sueño más de una noche.

Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. EFE

La radiactividad del hasta hace poco vicepresidente segundo explica, en parte, el extravío del líder socialista y el desafecto de su electorado tradicional, patente en la derrota de Ángel Gabilondo en Madrid. Pero, igual que mi amigo receloso, creo que no es la principal razón de su naufragio político. Ambos, Iglesias y Sánchez, presentan síntomas de lo que los griegos llamaban ‘hubris’, un orgullo hipertrofiado que confiere un falso –y fatal— sentimiento de infalibilidad. Isabel Díaz Ayuso haría bien en tomar nota del fenómeno cuando le vitorean al llegar a la Caja Mágica.

¿De dónde viene esa arrogancia? ¿Qué provoca esa anulación del juicio? La soberbia de Iglesias es endógena. Es la destilación de su propia personalidad y de una trayectoria forjada en la nube de las ideas en lugar del polvo de la calle. Su capacidad de seducir a una parte de los indignados que afloraron tras el 15-M (del que se cumplen ahora diez años) es inversamente proporcional a la que tiene para enervar a casi todos los demás. Pura física: Iglesias se ha hundido cuando el peso del segundo grupo ha superado el del primero.

Iglesias ha acabado por traerle a Sánchez muchos más disgustos que alegrías y ha servido de justificación para el fuego intenso con que le ha bombardeado el bloque de la derecha

Por el contrario, Sánchez cree que la tenacidad es la clave que permite conquistar cualquier meta. Hasta tiene un libro al respecto. Es la técnica de visualizar la victoria que utilizan los atletas. Pero, tanto la materialización de las ambiciones políticas como la de los objetivos deportivos requieren calibrar el entorno y las fuerzas del adversario. Siempre llega un momento en que lo que uno se propone, simplemente, no es posible por mucho que se desee.

Cuando no basta el marketing político

En buena medida, la carrera de Sánchez ha consistido en tocar la partitura que mejor resuena con el público relevante para cada una de sus iniciativas. Supo reinventarse tras su defenestración de la dirección socialista en 2016. A partir de ahí, construyó un relato –el del injustamente depuesto por el ‘establishment’ se su partido– con el que recuperó el poder orgánico. No deja de ser irónico que Susana Díaz resurja, precisamente ahora, del limbo para saldar cuentas.

Pero la mejor composición de Sánchez, toda una sinfonía política, fue la que interpretó para desalojar a Mariano Rajoy al ritmo marcado por la corrupción del PP.

Para cada uno de estos pasos, Sánchez se ha apoyado más que ningún político español hasta la fecha en las artes del marketing político. Primero con Verónica Fumanal –implicada, antes, en el despegue de Albert Rivera– y, luego, con Iván Redondo –que labró su reputación con Xavier García Albiol y José Antonio Monago—, encumbrado desde 2018 a la posición de gran visir de La Moncloa.

Su poder, y la estructura que ha creado, supera el de cualquier jefe de gabinete anterior. En la práctica, el negociado de Redondo actúa como primera vicepresidencia política del Ejecutivo y cabina mando desde la que se diseñan sus actuaciones más trascendentes.

Sánchez cree en la técnica de visualizar la victoria que utilizan los atletas. Pero hay que calibrar el entorno y las fuerzas del adversario

De esa “factoría de ideas” surgió el envite que tumbó a Rajoy. Pero desde entonces, sus logros son más cuestionables. La manera en que Sánchez ha gestionado la pandemia (actualmente, en fase de pasar el bulto a las autonomías); la ‘operación Illa’ (que produjo una victoria insuficiente y, por tanto, estéril), y el intento de minar al Partido Popular en Murcia y Castilla-León, en virtud de la premisa de que Inés Arrimadas controlaba todavía a su partido…

El pecado lleva la penitencia, materializada en el histórico desplome socialista en el acto final, por ahora, de la tragicomedia iniciada en Murcia. Son los hitos que jalonan la demolición, no ya de Sánchez, sino del partido que hace unos días cumplió 142 años.

Ni mi amigo ni yo acertamos a explicarnos cómo logra enlazar el Gobierno tantas equivocaciones. A las anteriores hay que sumar las polémicas –la subida de impuestos, las declaraciones de la renta conjuntas, el peaje de las autopistas– imputables a un descontrol del ‘messaging’ (estrategia de mensaje) de la Moncloa. El silencio que mantiene ahora el presidente tras el fiasco madrileño y el final del estado de alarma también es, por defecto, un mensaje, aunque transmite todo menos confianza.

Yo lo atribuyo a que Sánchez y su círculo de confianza han llegado a un nivel de incompetencia que ninguna estrategia de marketing es capaz de disimular. Mi amigo, en cambio, aventura una hipótesis más tortuosa, sugerida por estas últimas polémicas. Según esta teoría, el líder socialista sabe que las condiciones vinculadas a los 140.000 millones de Bruselas exigirán una etapa de inusitada austeridad y reformas estructurales que, no por necesarias, dejarán de ser tremendamente costosas.

Por eso, en sus planes figuraría la mayor de las apuestas: provocar, él mismo, el final prematuro de la legislatura y que el PP apechugue con la sangre, el sudor y las lágrimas que serán la secuela social de la pandemia a partir del año que viene. Los sondeos conocidos este lunes anticipan la segunda eventualidad si se cumple la primera.

Sánchez y su círculo de confianza han llegado a un nivel de incompetencia que ninguna estrategia de marketing es capaz de disimular

Hay que ser retorcido. O quizá no. Sería una apuesta a la altura de la audacia de Pedro Sánchez y de su cabina de mando. El problema es que el cariz de los acontecimientos y la espiral letal en la que llevan años atrapadas las demás enseñas de la socialdemocracia europea (el batacazo que se acaban de dar los Laboristas británicos es el último ejemplo) no garantizan que el venerable Partido Socialista Obrero Español pueda recuperar el poder en un futuro previsible.

Donald Trump remató el concepto de derecha moderada al que Pablo Casado también parece decidido a renunciar en el Partido Popular. Lamentablemente, Sánchez lleva camino de hacer lo mismo con la socialdemocracia.

A ver si va a tener razón mi amigo.

Ahora en portada