Señor Aznar, usted miente

Al me duele España se le responde por fin con la voz del corazón. La voz del escritor cascada por la picadura (aquel tabaco duro de nuestros mayores) y de los que, sin importar el bando, defendieron la pervivencia del catalán. En la recta final de los comicios no están en juego, por supuesto, las dos Españas; no es que al centro le respondan la rabia y la idea o el cincel y la maza. No. Estamos en otro momento; hoy nos ocupa la batalla de la indiferencia contra la vergüenza; del desprecio mineral contra el arrebato nacional.

En su libro de inminente aparición (Memorias I; Editorial Planeta), José María Aznar, el hombre que gobernó España entre 1996 y 2004, explica que promovió a Alejo Vidal-Quadras al liderazgo catalán para que el PPC no fuera un mero satélite de CiU. Pero, en realidad, lo que Aznar hizo con Alejo fue despedirle cuando supo que Pujol no le quería sobre el mapa parlamentario. Era un momento en que PP i CiU gobernaban España coaligados en el Congreso. Pujol podía hacerlo y lo hizo; puso esta condición sobre la mesa y le prometió a cambio al Presidente de Gobierno una solución pactada para salvar la quiebra financiera del Partido Popular en Catalunya, muy mermado de fondos desde que, en el lejano 1984, el empresario Eduardo Bueno (todavía entonces con Alianza Popular) liderara una campaña pagada por Javier de la Rosa, responsable entonces de la Garriga i Nogués y apoderado del grupo kuwaití, KIO.

Alejo fue despedido por exigencia de Pujol, “mi socio”. Y Aznar difundió discretamente (lo discreto deja marcas indelebles) esta versión entre las élites del mundo económico catalán, un medio en el que nunca fue bien acogido, pese a su oficio con los poetas del 27 y a las cenas en el comedor modernista de García Nieto, con Bru de Sala y Rubert de Ventós junto a otros comensales. Ahora, no lo reconoce. Lo cuenta de otra manera. Miente porque, al final, la anécdota de Alejo (anécdota solo aparente), define la eterna deflación de los populares en Catalunya.

Desde entonces, han rozado varias veces el listón extraparlamentario y solo vuelven a la vida gracias a dos vectores muy presentes en nuestra sociedad: la colusión xenófoba (la Badalona de García Albiol, un ejemplo alejado de la polémica territorial pero muy claro en la derecha) y la reacción recentralizadora que produce el choque independentista. Pese a todo, la historia reciente enseña que los líderes populares más beligerantes frente al nacionalismo son quienes han obtenido mayor rédito electoral en el País Vasco y, aparentemente, en Catalunya. Ocurrió en el PP vasco con Jaime Mayor Oreja, con Carlos Iturgaiz e incluso con María San Gil, y ocurrió en Catalunya con Vidal-Quadras que, si bien no alcanzó mayor número de escaños, si obtuvo más votos.

Después del día 25, el relato de Artur Mas será modificado (endulzado); pero sus satélites, Oriol Junqueras, ganador en las encuestas, y el residual tradicionalista López Tena, seguirán en pie sea cual sea el resultado. Estos dos últimos, enfatizan el “no pasarán” y ocupan ya posiciones frentistas. Así, cuanto más tensen la cuerda los del Jarama más lo harán los del Ebro; y viceversa. CiU nunca entró en un Gobierno del PP. Esta es su mejor arma. Los acuerdos parlamentarios facilitan presupuestos, infraestructuras y hasta pactos fiscales, como se verá muy pronto. Pero el nacionalismo, arremolinado ahora tras la última denuncia de corrupción, guarda su carta sentimental bajo el mantel (así lo hizo Pujol con Aznar), aun a costa de renunciar a una importante cuota de poder. En pleno bache provocado por los investigadores de Pedro J., CiU esconde esta carta sentimental obviada por quienes “desprecian cuanto ignoran” sobre el bello paraje lunar de la meseta, al sur de Europa.

“El ser es”; Catalunya es por encima de lo que unos y otros quieran que sea. Hemos perdido mucho tiempo. “Hemos estado muchos años hablando del problema catalán cuando el verdadero problema era la naturaleza del Estado español”, ha escrito Santiago Carrillo en Mi testamento político (Galaxia Gutenberg), otro libro que ve la luz estos días. El recientemente desaparecido líder eurocomunista interpela a Manuel Azaña y señala que el republicano “llegó a sentir como propias las razones del catalanismo”. Carrillo recorrió un siglo difícil para terminar blandiendo su dedo índice sobre el arcaísmo del aparato de Estado; y al fin, cierra doliente su periplo: “La separación de Catalunya sería una mutilación dolorosa”. Efectivamente, CiU, el partido de la gobernabilidad, nunca entró en un Gobierno del PP, porque el motor nacionalista es la patria. La economía solo es su lenguaje.

Aznar niega la mayor. Pero para ofrecer coherencia a su mensaje, miente, necesita mentir. Lo de Alejo era una anécdota, pero lo relevante en sus memorias es que, antes de marcharse, Aznar dejó su sucesión en manos de Rajoy, porque “aunque Mariano no sentía la menor simpatía hacia los nacionalistas, sabía muy bien lo que era el Estado autonómico”. Según Aznar, la izquierda y los nacionalistas estaban dispuestos incluso “a socavar el régimen constitucional” y “tuve que dar paso a Mariano, el más adecuado para un reto de estas características”. Otra mentira. Mariano se impuso en un momento en que el testamento de Aznar iba a ser dinamitado por Rodrigo Rato, un líder capaz de contemporizar. Aznar no escogió a Rajoy; decidió “socavar” a Rato y dejar ganar a Mariano.

Por más que lo quiera Aznar, en la Catalunya actual no hay rastro de la otra España. Él puede apelar al voto conservador, al miedo o a la infamia del uno por mil, que se considera vejado en sus derechos lingüísticos castellanoparlantes. Josep Pla, el fumador empedernido de picadura que glosó la pervivencia de la lengua catalana, y Manuel Aznar Zubigaray, el abuelo del ex presidente, entraron en Barcelona el mismo día de 1939, detrás de las tropas franquistas. Iban en coche blindado, procedentes de Burgos. Eran dos hombres del bando nacional, dos propagandistas. Se disputaron la dirección de La Vanguardia, que finalmente sería para Galinsoga, por consejo de los Luca de Tena.

Después del chasco, Pla se refugió en las letras y Aznar Zubigaray se marchó a Roma para ser corresponsal en el Vaticano. Algún día, una de las dos mitades dejó de ser nacional, pero no por imperativo ideológico, sino por simple supervivencia cultural, algo que no puede entender el ex presidente del PP; porque él, en su segunda legislatura (2000-2004), representó una “revisitación de la Dictadura”, un concepto que Suso de Toro utilizó entonces con tino. Aznar quiso ahogar al nacionalismo, pero chocó contra las élites de su propio continuismo: Rato, Gallardón o Josep Piqué, dispuestos a reconstruir puentes. Así que ahora resulta ofensivo leer en sus memorias que, para atemperar a los separatistas, le dio la sucesión a Mariano porque es un gallego capaz de templar gaitas.