Semana crucial para Cataluña

La tan enardecida unidad del independentismo no es tal porque sus pontífices máximos tienden a la disparidad estratégica

Entendámonos: para la conformación (o no) del gobierno de la Generalitat. Porque lo otro, el presente y sobre todo su futuro, no depende exclusivamente y afortunadamente del ejecutivo de la Generalitat. Una semana en la que veremos fluir de nuevo la religión independentista. Una no-ideología política que viene comportando que una minoría se haga con la gobernación del país a expensas de no tener más ley electoral que la legada por el presidente Adolfo Suárez, en 1979, lo cual no deja de tener su gracia. Especialmente para quienes aspirando a la República de Cataluña no han tenido el valor de reequilibrar la desproporcionalidad existente en el sistema electoral catalán yendo de disposición transitoria a disposición transitoria de Estatuto antiguo a Estatuto nuevo, como si del juego de la oca se tratara.

El independentismo, como en otras ocasiones dijera, no es una ideología, sino una religión que, como tal, precisa tanto de la fe como de un corpus doctrinal. El pensamiento político, sea el que sea, cohesiona a quienes lo abrazan, pero sabiendo y reconociendo que ni es único ni es verdadero, porque entonces se hiere de muerte al pluralismo y se pervierte la democracia. Las religiones, todas, parten de su unicidad supremacista por designio de su Dios, sea el que fuere. Trasplantado a la acción política, no es otra cosa que una concreta forma de tiranía, donde una élite sacerdotal manda y el rebaño feligrés obedece. Esto y no otra cosa es el independentismo catalán al uso.

Lo que sucede es que la tan enardecida unidad del independentismo no es tal porque sus pontífices máximos tienden a la disparidad estratégica. Existiendo ésta, no hay mayor razón para afirmar que su pretensión es pura quimera y su prédica, un exorcismo de multitudes. De ahí que sus prohombres, ERC, JxCat y la CUP, no sumen ni sumando aritméticamente, por cuanto sus objetivos reales son distintos. Lo son porque el poder político, por definición, no se comparte con los antagonistas electorales. Sólo en caso de debilidad mutua y con la desconfianza como argamasa. Exactamente lo que ha venido ocurriendo que en causa de avance electoral se ha convertido y lo que sucede ahora, justo en el momento de investir presidente de un ente que es autonómico, en consecuencia, de poder político limitado, y encima hijo deseado del llamado despectivamente régimen del 78 o Constitución de un Estado al que ni tan siquiera se desea nombrar, pues huir del mismo trata su dogma de fe.

Nadie sabe a ciencia cierta, al menos en el momento de escribir este artículo, si va a prevalecer el egoísmo partidista de las formaciones más arriba nombradas o su egoísmo coral, siempre sujeto a un patriotismo que distingue entre buenos y malos catalanes. Los “buenos”, como siempre, se reparten el pastel económico que los “malos” pagan. No hay peor feligrés que aquél que no habla, no ve y no escucha, pero les vota, como tampoco peor dictadura blanda que aquella que discierna entre ciudadanos “con razón” y “sin razón”. No hay más de nada más.

Cataluña es un misterio dentro de un laberinto, dijo alguien en un momento de lucidez, y bien cierto es. Aquí, como en los establecimientos de juego, sean legales o sean ilegales, la casa siempre gana. De ahí los silencios sospechosos que oímos estos días. Los actores sociales, patronales y sindicales, los de Barcelona y los de su periferia, están huidos, aunque en el complot estén. Y luego la mayoría de los políticos y de los agentes sociales, todos al unísono, se ponen de acuerdo en mal hablar de Madrid, el único pegamentoimedio capaz de aunarlo en la pobreza. La intelectual y la económica. Ambas dos, como erróneamente se dice en el castellano castizo, en una sustitución soez del lindo ambos. Así se explica la historia inventada de una historia real maloliente. La culpa es siempre del otro.

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