Seis reformas pendientes (II de III)
La semana pasada hablábamos de las seis grandes reformas que necesita el Estado. La primera de ellas era la del sistema de pensiones: por el volumen global (115 mil millones de euros) y por el alcance (8 millones de personas). La segunda por importancia es el sistema financiero. Si el dinero es la sangre del organismo, los bancos son las arterias y las venas. Aunque ahora mismo sólo funcionen las venas.
La tercera reforma que se debe realizar es la del mercado de trabajo: nuestro mercado laboral está en las antípodas de la eficiencia. Si nos lo imaginamos como un mercado competitivo, donde los mejores trabajadores son los mejor pagados y los vagos son despedidos, veremos que aquí las cosas funcionan de forma distinta. Ocurre lo contrario. En mi experiencia he tenido que despedir a empleados muy brillantes mientras me quedaba los mediocres. ¿La razón? Los mediocres tienen una barrera de salida muy grande: la indemnización por despido.
España es uno de los países donde el despido es más caro. Por lo tanto, cuando se debe reducir la plantilla siempre se empieza por los trabajadores más nuevos, más baratos y (por mi experiencia) los más motivados.
Esto crea dos problemas graves. Primero, los trabajadores con más años de experiencia, que podrían competir por sueldos más altos en el mercado de trabajo, no lo pueden hacer. La empresa sabe que no dejarán de perder la seguridad de la indemnización por despido. Segundo, los trabajadores más jóvenes, más formados, con un potencial más alto de aprendizaje y menos experiencia, tienen muchas dificultades para consolidar un empleo debido a que cualquier pequeño ajuste les repercute a ellos.
¿Cuál es la perversión del sistema? Que muchos trabajadores ineficientes se sienten intocables y no tienen ningún incentivo de mejora. Lo que repercute directamente en la productividad de la empresa. ¿Qué hacer? Reducir las barreras de la empresa el despido, haciendo que éste sea asumido al 50% por el Estado y que además pueda ser administrado por el trabajador como una bolsa que el empleado puede llevarse a la empresa donde quiera y sin miedo de perderlo. Pero mientras esto no ocurra, seguiremos con un mercado de trabajo dual, ineficiente y de baja productividad.
Cuarta, administración: todas las administraciones públicas necesitan una buena sacudida. De entrada, se deben reducir en número. Actualmente existen seis: Unión Europea, Estado, Comunidades Autónomas, diputaciones, consejos comarcales y ayuntamientos. El número ideal sería tres y se debería cambiar el sistema de acceso.
No tengo dudas de que los que aprueban oposiciones son candidatos extraordinarios. El problema es que una vez dentro la administración no genera ningún incentivo para trabajar mejor. De hecho, los desincentiva. Se deben crear incentivos (no necesariamente económicos). Eso redundaría en la motivación de los empleados públicos y, de rebote, en la eficiencia del país.
Finalmente, las administraciones deben dejar de ser las palancas del partido en el gobierno para ganar elecciones. Se tienen que convertir en herramientas del servicio ciudadano. Habría que cambiar de arriba abajo la legislación e instaurar los enterados en lugar de las autorizaciones previas. Se tendría que trabajar a base de inspecciones, encuestas telefónicas o correos electrónicos, entre otros, en lugar de tener siempre que presentar tantos papeles.
En fin, estas son algunas de las medidas que ayudarían a simplificar y desburocratizar las administraciones públicas.
La próxima semana acabaremos hablando de las reformas fiscal y del liderazgo institucional.