Sedición y claridad
Los líderes separatistas han lamentado los errores del procés, pero nunca se han arrepentido del daño infligido a la sociedad catalana
La declaración unilateral de independencia cumplió ayer cinco añitos, y ningún independentista lo ha celebrado. En octubre de 2017 el entonces diputado Quim Torra le había preparado un discurso inspirado en el nacionalismo más romántico e irracionalista.
Sin embargo, Carles Puigdemont ignoró a quien sería su sucesor y optó por una concatenación de greatest hits de tópicos indepes. Las caras de los diputados de la CUP ya mostraban que ese no iba a ser el gran día del lazismo irredento. El president levantó poco la mirada del papel. Bolígrafo en mano y bebiendo más agua de lo normal, leyó a trompicones unas palabras que llevaron al éxtasis a la masa apostada baja el Arco de Triunfo, no muy lejos del parlamento catalán.
La inseguridad jurídica y la inestabilidad política provocaron la huida de las empresas y el freno a las inversiones
Ocho segundos más tarde, la frustración y los lloros desconsolados. Puigdemont había continuado su estrafalario discurso proponiendo, “con la misma solemnidad”, que “el Parlament suspendiera los efectos de la declaración de la independencia”. Nadie suspendió nunca nada, aunque tampoco quedaría meridianamente claro si alguien había declarado algo.
Con todo, el independentismo entró en fase depresiva. Aquella mediocre alocución y sus histéricas reacciones inspiraron algunos de los más icónicos y brillantes memes de la historia procesista. Lamentablemente, tanta irresponsabilidad tuvo otras consecuencias menos risibles. La inseguridad jurídica y la inestabilidad política provocaron la huida de las empresas y el freno a las inversiones. Las instituciones catalanas quedaron atrapadas en un bucle de mediocridad y desprestigio. Y la sociedad empezó a sufrir, en vergonzante silencio, la amarga decadencia.
Lamentan no haber roto España, pero no piden perdón por haber roto Cataluña
La confusión reinó en una efímera república catalana que nunca pasó de estado psicológico, en concreto, de enajenación mental transitoria. Las “jugadas maestras” y las “astucias” quedarían desenmascaradas como faroles lanzados por tahúres de tres al cuarto. El procés fue un gran engaño, pero el dolor provocado fue muy real, no una mera ensoñación. La mala política tuvo un impacto directo en nuestras vidas cotidianas. No pocos lazos afectivos se rompieron para siempre, también económicos.
Días después Puigdemont doblaría la apuesta y, tras exigir a sus compañeros que volvieran al despacho, huiría cobardemente agazapado en la parte trasera de un automóvil. Sin embargo, la angustia y el rencor permanecerían instalados en Cataluña.
Los líderes separatistas han lamentado los errores del procés, pero nunca se han arrepentido del daño infligido a la sociedad catalana. Lamentan no haber roto España, pero no piden perdón por haber roto Cataluña.
Por esta razón, prometen “volverlo a hacer”, habiendo aprendido de la experiencia y favorecidos por el nulo sentido de Estado de Pedro Sánchez. Y es que la auténtica jugada maestra del separatismo ha sido convertir al inquilino de La Moncloa en un colaborador necesario para sus objetivos sediciosos. El separatismo nunca había tenido las manos tan libres para violar los derechos y las libertades de los catalanes. El Estado muestra mucha debilidad y poca presencia en Cataluña. Lo lamentaremos.
No es solo Sánchez, es nuestra izquierda desnortada y antiprogresista. Su estrategia de indultos a los corruptos -los sediciosos también malversaron- e insultos al Partido Popular -y al resto de los constitucionalistas- genera los peores incentivos. Premiar la mala conducta es profundamente antidemocrático. La reforma del delito de sedición pactada con el separatismo es la tercera etapa de un tour de la ignominia que se inició con la moción de censura y los indultos. Todo es mentira en Sánchez: mintió al prometer que no pactaría con los separatistas, mintió al prometer que no indultaría a los separatistas y mintió al prometer que no premiaría a los separatistas.
De hecho, la promesa electoral fue que endurecería las penas de los delitos cometidos por sus actuales socios. La realidad fue anunciada, ojo al dato, por la ministra de Hacienda: pronto llevarán al Congreso la reforma del Código Penal. Gabriel Rufián lo calificó de “buena noticia” … para el separatismo, claro. La excusa: otra mentira. Ministros y prensa afín apuntan a la necesidad de equiparar las penas al resto de Europa. Ojalá. Si así fuera, las penas deberían incrementarse notablemente.
Reglas claras y penas efectivas son los mejores incentivos para el buen comportamiento democrático
Subvertir el orden constitucional o poner en riesgo la integridad territorial acarrean en los países vecinos penas acordes a la gravedad de los actos cometidos. En Francia, Alemania o Italia podrían alcanzar la cadena perpetua. Si un Puigdemont belga se pusiera flamenco y tratara de imponer desde Waterloo la ruptura del país o el fin de la monarquía de Felipe (de Bélgica), le podrían caer a él y a su “banda sediciosa” hasta 30 años en prisión, el doble que en España.
El Código Penal debe ser modificado, pero no como una invitación sanchista a la sedición, sino todo lo contrario. Debe reformarse como un ejercicio de claridad y firmeza. Como ha propuesto reiteradamente el líder popular Alberto Núñez Feijóo, las penas por sedición y rebelión no solo deben endurecerse a la europea, y así evitar cualquier reedición golpista, también debería reintroducirse como delito la convocatoria de referéndum ilegal. Así se le pararon los pies al lehendakari Juan José Ibarretxe y a su plan. Reglas claras y penas efectivas son los mejores incentivos para el buen comportamiento democrático. Son la mejor garantía para vivir tranquilos.