Se nos cae el pelo
Tienen suerte quienes nos gobiernan. Suerte de tener un pueblo manso y de buena gente
Desde hace unos treinta años me corto el pelo en la misma peluquería, o mejor dicho me lo cortan. El hecho se ha convertido, de alguna manera, en una tradición familiar, ya que mi hijo varón también es rapado en el mismo establecimiento y deja el servicio en la cuenta familiar, para que yo liquide la deuda en mi siguiente visita.
El local es la típica barbería de barrio cercana a la glorieta de Iglesia de Madrid. Cuando yo empecé a cortarme el pelo allí había una hornada de viejos peluqueros a punto de jubilarse y dos aprendices, David y José (o Jose como lo pronuncian las clases populares en España).
Desde hace unos veinticinco años, es David, uno de los dos aprendices, la única persona del mundo que corta mi cabello, y así lo hace con mi hijo. No hay nadie que conozca mejor la mata menguante de pelo que cubre mi cabeza, donde él ha ido viendo aparecer canas y perder volumen en estos años.
Un protocolo anti-Covid
Acudí por última vez a ver a mi amigo David hace dos semanas. No había estado desde antes de que nos confitasen y muchas cosas habían cambiado en el viejo local. De entrada, Jose, siempre tan marcial y dispuesto, me hizo cumplir a regañadientes con un protocolo ante Covid-19 que ya lo quisieran para sí El Corte Inglés o Zara. Pretendía, incluso, desinfectarme la suela de mis zapatos pero desistió de ello al ver mi malhumorada cara que, con gesto adusto, criticaba cada paso de su protocolo.
Al final, mi iracundia apareció y, por primera vez en tantos años, discutí con estos dos profesionales, lo que lamento, sin duda, y mentalmente me cagué —perdón, señor ministro— en la batería de lamentables normas que salen del ministerio de Sanidad y que ahora son de la responsabilidad de las CCAA.
No he visto normas más acientíficas —finalmente, han tenido que reconocer que no tienen comité científico pese a que tanto había utilizado el argumento de los sabios de occidente para hacer callar a la menos sabia aún Ayuso, por ejemplo—.
Víctimas del coronavirus
Finalmente, cuando David empezó a hurgar en mi cabeza, y me dijo que, como el cien por cien de sus clientes, había perdido masa arbórea durante el obligado encierro a un ritmo superior al habitual en mí, y David “lleva el censo”.
Aún bajo el cabreo de pensar que era la primera vez que discutíamos en tantos años, gracias a Illa Maravilla, empecé a preguntar a mi peluquero de cámara, sobre el final de la vida de su padre, una de las casi 50.000 víctimas que esta pandemia, bien ayudada por un gobierno previsor en el acopio de respiradores, se ha llevado por delante.
Durante décadas, siempre hemos hablado de tres temas principales: fútbol, y saben que yo detesto el tópico, mujeres —fundamentalmente para picar a Jose, un puritano a la vieja escuela que se forjaba en las parroquias españolas y quizás una de las mejores personas que conozco en el sentido de un ser incapaz de la maldad—, y rock duro, heavy y demás.
Pasiones
David, cuya melena a lo Iron Maiden va menguando con los años, es una auténtica enciclopedia del rock. Su única pasión conocida, aparte de su mujer y Dorian, ese niño de nombre wildiano que tanto les ha costado traer al mundo, es el mundo del Rock and Roll, así con mayúsculas.
Sospecho que su padre, Antonio, que nos dejó en los primeros días de confinamiento con 82 años, nunca entendió ni jota de esa pasión por el rock de David y solo se preocupó de trasmitirle el oficio de peluquero, en el que debió ser un maestro como el hijo, y los nombres de la plantilla del Real Madrid, nombres que el hijo sabe y conoce, pero infinitamente menos que las andanzas de Johnny Winter, por ejemplo, al que también pudo ver antes de morir el solista albino.
La foto de Antonio preside la peluquería desde hace años y, aunque nunca hemos hablado de ello, se nota el amor que David exuda por su padre, trufado de admiración profesional. Antonio falleció en un hospital del sur de Madrid después de desarrollar la enfermedad en casa junto a Mercedes, de 75 años, y su esposa de toda la vida, la madre de David.
¿La mejor sanidad del mundo?
Cuando tuvieron a bien venirle a buscar a casa en una ambulancia para llevarle al hospital ya no se podía hacer nada, y falleció sin que sus dos hijos pudiesen verle, en la soledad del caos de un macro hospital público español en aquellos días terribles en los que nos dimos cuenta, de golpe, de que España no tiene la mejor sanidad pública del mundo, mantra que repetían el presidente del gobierno y el líder de la oposición, mientras nuestra vicepresidenta primera se recuperaba en una suite del privado Ruber y nuestro vicepresidente segundo esparcía simiente por los barrios pijos de la capital.
David nunca pudo ver a su padre más, ni siquiera el cuerpo, obviamente, pasado un mes les entregaron sus supuestas cenizas. Aún hoy se emociona pensando en la solitaria muerte del hombre que le enseñó el oficio con el que se gana la vida y se consuela pensando que su último pensamiento se lo debió dedicar a Dorian, el nieto tardío que le dio David y del que solo se ha llevado un recuerdo de bebé balbuciente.
El manso pueblo
En aquellas mismas fechas, una afamada ciudadana de poco más de treinta años llamada María Irene Montero era consciente de estar infectada del virus. Y era consciente por que había una autentica Expressway entre Barajas y Galapagar para que a la insigne estadista, oye tía, no le faltasen test rápidos a diario.
Ninguno de esos test rápidos ha podido desviarse al sur de Madrid para que Mercedes, la viuda de Antonio, y afectada de Parkinson, pueda confirmar casi cinco meses después que es portadora o ha superado el Covid-19, como sería lógico después de la convivencia junto a su enfermo esposo.
Tienen suerte quienes nos gobiernan, suerte de tener un pueblo manso y de buena gente como David y Jose, a los que les doy mi amistad en pequeñas dosis, de trimestre en trimestre, y les aconsejo, sin que ellos me lo pidan, acerca de como manejar esta peluquería que heredaron después de ser aprendices juntos y ahora socios, mientras ven como les mengua la cabellera -ley de vida- a amigos como yo.