Se acabó lo que se daba. De la nación al Estado

“Estamos en un recodo fundamental decisivo de la vida catalana: la Mancomunitat cierra un período y abre, inicia, otro. Concluimos el período que comienza con la caída de Barcelona, con el decreto de Nueva Planta, con la supresión del Consell de Cent y de la Generalitat; e iniciamos otro que es el mañana, que es el porvenir, que es lo desconocido. Pero este mañana, este futuro, este desconocido sobre la conciencia de nuestro derecho y de nuestra fuerza y la dirección de las corrientes universales, que no son todavía el mañana pero van creándolo, nos aseguran que será triunfal para Catalunya y de estrecha hermandad con los otros pueblos hispánicos.”

Así es como comenzó Enric Prat de la Riba su discurso de investidura como presidente de la Mancomunitat de Catalunya el 6 de abril de 1914. El próximo domingo se cumplirán 100 años de lo que podríamos considerar como el primer intento contemporáneo de dotar a Catalunya de un cierto grado de autonomía después de la supresión de las constituciones y de la cortes catalanas del tiempo de los Austrias.

No era exactamente una autonomía como se entiende hoy en día, porque el régimen mancomunal se basó en la reunión, en una sola administración de las competencias de las antiguas diputaciones provinciales y no de una reorganización federal o confederal del Estado. El Estado español de entonces siguió siendo unitario y centralizado puesto que la Mancomunitat se alimentó, básicamente, de los traspasos de competencias de las diputaciones, que además fueron lentísimos.

Pero lo importante de este primer párrafo del discurso de Prat es que la apelación al 1714 es mínima, histórica, referencial, para pasar inmediatamente al presente, que es lo que siempre interesó a Prat de la Riba desde que abandonó el romanticismo que él mismo había alimentado en las Bases de Manresa de 1892. Prat fue, en ese sentido, un hombre moderno, cuyo catalanismo era de corte democrático, nacionalista y conservador, pero en ningún caso reaccionario.

En 1914 a Prat no le convocó la historia. Le convocó la política, cosa muy diferente, y la visión que supo alimentar, junto a un nutrido grupo de profesionales e intelectuales de distintas ideologías, que la Catalunya del progreso debía deslizarse por kilómetros de carreteras, de cables telefónicos y de raíles que transportasen mercancías y personas, al mismo tiempo que se enriquecería espiritualmente si se formaba a la población en todos los campos del saber y también en las habilidades prácticas de los oficios. Hospitales, bibliotecas, escuelas, talleres, academias, museos y un largo etcétera fueron haciéndose un hueco por toda la geografía catalana. A fuer de catalanista, Prat de la Riba se convirtió en un gran defensor de la políticas sociales públicas, algo insólito en un conservador.

En la teoría de Prat de la Riba, Catalunya era la nación y España el Estado. Su aspiración autonomista no pretendía romper nada ni separar a nadie, como es evidente si releemos la última frase del párrafo transcrito refiriéndose a lo que significaba la Mancomunitat: “será triunfal para Catalunya y de estrecha hermandad con los otros pueblos hispánicos”.

El problema fue que la oligarquía española que dominaba los resortes de la administración en Madrid no fue capaz de asimilar que una propuesta como aquella no ponía en peligro la unidad del Estado, sino que en todo caso pretendía regenerarlo. El catalanismo regeneracionista que ha llegado hasta nuestros días, pero que está en vías de extinción, nació entonces.

Esa oligarquía que dominaba el Estado al final acabó con la Mancomunitat y en 1923 impuso la dictadura de Primo de Rivera
con la incomprensible colaboración de sectores gubernamentales catalanes, encabezados por el segundo presidente de la Mancomunitat, el arquitecto Josep Puig i Cadafalch.

El Estado aprovechó el revuelo social que asustaba sobremanera al conservadurismo catalanista para liquidar lo que podríamos denominar una “década prodigiosa” de la historia de Catalunya justo cuando el continente europeo estaba sumido en la barbarie. La ingenuidad de los moderados de aquel momento fue tan ciega como irresponsable.

Si me permiten auto-referenciarme, les diré que a partir del próximo lunes estará en las librerías el libro Pàtria i Progrés. La Mancomunitat de Catalunya 1914-1924, escrito conjuntamente por la historiadora Aurora Madaula y un servidor.

Este libro explica estas cosas y muchas más a través de personajes como el propio Prat de la Riba, Eugeni d’Ors, Pompeu Fabra, Isidre Lloret, Cebrià de Montoliu, Rafael Campalans i Esteve Terradas. El prólogo es de Francesc-Marc Álvaro, cuya primera frase, que comparto al cien por cien, es una síntesis inteligente de los que ha sido la historia de este país: “Los catalanes de hoy somos más hijos de 1914 que de 1714”. El auge del soberanismo se entiende mejor así, que apelando a los mártires de hace trescientos años.

Efectivamente. Transcurridos 100 años intentando lo mismo que intentó Prat para asegurar “esa estrecha hermandad con los pueblos hispánicos”, hoy ese catalanismo moderado, que en muchos aspectos es menos conservador que el de antaño, se propone acabar con la dicotomía pratiana entre nación y Estado.

Los catalanistas herederos naturales de Prat saben que para desarrollar en los tiempos actuales aquella visión moderna que él defendió no se puede tener permanentemente al Estado en contra. Estado y nación deben unirse en una misma perspectiva y estar bajo un solo cuerpo político.

Los moderados de hoy son menos nacionalistas que Prat y, en cambio, dan rienda suelta al soberanismo porque, hastiados del combate permanente con el Estado español, han llegado a la conclusión que para estar presentes en el mundo globalizado es preciso disponer del poder de decisión de un Estado propio.