La posverdad como utopía y el caso catalán
Las emociones y la autoconfirmación de certezas propias han sustituido al debate político honesto en una sociedad sumergida en la posverdad
La palabra utopía, usada por primera vez por Thomas More en el libro de 1516 de igual nombre, está formada por las palabras griegas ou (no) y topos (lugar), por lo que viene a significar “lugar inexistente”. Qué es exactamente donde está la república que Carles Puigdemont brindó al sol el 27 de octubre de 2017.
A pesar de la intangibilidad de dicha república, o tal vez por ello, los catalanes se hallan instalados en una batalla de las ideas entre los que se alinean con las tesis recogidas en “El sentimiento trágico de la vida” de Miguel de Unamuno y quienes se alienan de la verdad aferrándose a las premisas de “La voluntad de creer” de William James.
La mitad de la población antagoniza de forma grupal a quien piensa diferente
Y es que por más que concedamos que la retórica pueda ser más el arte de la forma que el del significado, en Cataluña se ha ido más allá del sofisma y se ha dado al uso de la posverdad carta de naturaleza institucional.
Se ha creado un imaginario colectivo virtual que propicia el reforzamiento de aquellos sesgos cognitivos que permiten a la mitad de la población interpretar los argumentos de quienes piensan de manera diferente en términos de antagonismo grupal, cuyo rechazo reflejo es inevitable para justificar y proteger los postulados propios.
La razón y el corazón
La consecuencia próxima de esta apelación a las emociones para que primen por encima de los hechos llevada a cabo de una manera coordinada por fuerzas políticas, es la inhabilitación de la dialéctica política, porque nos lleva a caer en un juego sin reglas en el que todo vale, que pone en el centro del debate de manera compulsa asuntos primarios que se habían dejado al margen de la política gracias a un consenso tácito que despolitizaba determinadas cuestiones en el convencimiento de que su gestión estaba sujeta a premisas racionales.
Una vez inmersos en esta vorágine de creencias alimentadas por los sentimientos, el recurso a la tangibilidad de los hechos es inútil, porque no solo los valores de la ética no son evidentes por sí mismos, sino que el lenguaje emotivo usado por los demagogos es inmune a los hechos en sí.
Esto lleva irremisiblemente, en las condiciones adecuadas, a que una mayoría de votantes decida haciendo primar sus opiniones subjetivas sobre cualquier dato objetivo.
Es decir, el votante opta por la fe convencido de que los hechos alternativos que le llegan a través de los medios sociales afines degradan la verdad objetiva hasta que pasa a ser una opción más, y no una regla moral.
La complicidad académica
Pero, ¿cómo es posible que una sociedad relativamente culta como la catalana se encuentre en esta situación? Una de las razones ya fue apuntada por Carlton J. H. Hayes en 1926, señalando que el nacionalismo deviene en sucedáneo de la religión.
En este sentido, el movimiento independentista catalán, como en su día lo hizo la religión, sirve para obtener certezas que palian el vértigo del imprevisible mundo actual, articulando simplificaciones y verdades absolutas que alivian la ansiedad que causa la complejidad global, al limitar el horizonte inmediato a una selección de indicadores propios de la cultura local, y estimulando el consumo de mensajes que reafirman nuestros esquemas mentales.
El nacionalismo ha derivado en sucedáneo de la religión
Sin embargo, la espectacular aceptación en masse de estas simplezas etnocentristas no hubiera sido posible en sin la eficaz implicación de las élites académicas catalanas, que han sabido crear las condiciones necesarias entre la intelligentsia para que la posverdad sea la columna vertebral del separatismo catalán, sabedores de que tras decenios de lluvia fina nacionalista, la fruta estaba madura.
De este modo, el proceso soberanista en Cataluña ha permitido a numerosos sociólogos y politólogos catalanes poner en práctica las teorías académicas en las que se han venido formando desde la aparición en los años ochenta de la obra seminal de Jean-Francois Lyotard, “La condición posmoderna: Informe sobre el saber”.
También a los posteriores trabajos de Jacques Derrida y Michel Foucalt, que en última instancia han dado una pátina de respetabilidad al ejercicio de relativización de la realidad que conocemos como posverdad.
La posverdad en la actualidad
La primera vez que se usó dicho término fue en 1992, a raíz del escándalo Irán-Contra. Los terremotos políticos en el Reino Unido y Estados Unidos han convertido la expresión en un lugar común para hacer referencia al uso organizado de los medios de comunicación social en campañas propagandísticas de desinformación y engaño propagadas gracias a la ubicuidad de las nuevas tecnologías y la proliferación de medios de comunicación alternativos.
A pesar de su reciente eclosión, la probada eficacia de estas técnicas de manipulación social ha sido posible por la existencia desde hace décadas de un caldo de cultivo intelectual que ha facilitado la existencia de un marco mental que podríamos llamar postmoderno, que tiene sus raíces en el relativismo moral de Nietzsche y que afirma que la realidad es una construcción social, que la moralidad, las cosmovisiones y el propio conocimiento consisten en perspectivas ideológicas surgidas de situaciones sociales subjetivas.
La posverdad actual hace referencia al uso organizado de campañas de desinformación y engaño
Este irracionalismo nietzscheano sirvió de base para el concepto de metapoder de Foucault, que deniega la posibilidad de la verdad objetiva y reduce la realidad a una construcción de aquellos que detentan el poder.
El también mencionado Derrida popularizó la técnica de la deconstrucción del relato en los ámbitos académicos, consolidando así la idea de “la muerte del autor” que había preconizado Roland Barthes ya en 1967, consistente en que ningún texto tiene un significado fijo, y que por lo tanto es posible deconstruirlo produciendo significados alternativos tan válidos como el original.
la libertad de Puigdemont
El ex presidente catalán se ha convertido en una figura de reverencia para sus seguidores.
Agencia EFE
Por supuesto, esta línea de pensamiento extirpa de raíz el valor central de la Ilustración, el axioma de que la verdad es independiente de la opinión.
Y tiene como consecuencia desbaratar todo debate político honesto, que pierde todo sentido cuando se le priva de objetividad y se minan las fuentes de la verdad dando pábulo a una pléyade de agentes generadores de informaciones falsas orientadas a reforzar los prejuicios, creencias y emociones de sus seguidores.
La posverdad hace de la mentira socialmente aceptable y académicamente respetable
Porque la posverdad no inventa ni la propaganda política ni la mentira, pero la hace académicamente respetable y socialmente aceptable.
Todo esto lo conocen bien los sociólogos de cabecera del nacionalismo catalán, que saben calcular los réditos tribales que se obtienen haciendo que los oponentes al nacionalismo se estrellen contra un campo de energía al tratar fútilmente de rebatir a quienes, a sabiendas, basan su línea argumental en posverdades y hechos alternativos, pensando que éstos lo hacen desde planteamientos irracionales.
Sin entender que las motivaciones y los incentivos -perfectamente racionales- que llevan a ingentes grupos de la población a ignorar conscientemente la evidencia factual, haciéndose inmunes a la verdad y refugiarse en el confort de la autoafirmación ideológica, no se logrará contrarrestar la notable capacidad de manipulación de masas del nacionalismo.
Porque ésta se basa en inducir al cinismo racional –la voluntad de creer– para socavar la confianza en las fuentes tradicionales de información; aquellas que legitiman a las instituciones democráticas y cuya destrucción por la vía del nihilismo colectivo es la verdadera razón de ser de la posverdad organizada.