¿El octubre catalán fue un golpe de Estado?

En política la importancia de acertar en el diagnóstico de los problemas es fundamental, entonces definamos qué es, de entrada, un golpe de Estado

Con la proliferación de artículos leguleyos sobre la situación catalana, corremos el riesgo de acabar poniéndonos tan estupendos como los proverbiales conejos de la fábula de Tomás de Iriarte, ocupados ellos en dirimir si los sabuesos que les hostigaban eran galgos o podencos.

La enésima discusión sacada a la palestra jurídica ha venido a cuento de si los hechos del octubre catalán de 2017 fueron o no un golpe de Estado.

Opino, a riesgo de nadar a contracorriente, que etiquetarlo de “mero” golpe de Estado es un reduccionismo que subestima la gravedad del problema, que es, a mi juicio, mucho más complejo, poliédrico y preocupante que un vulgar alzamiento.

Dicho de otro modo: aunque lo acontecido en Cataluña tenga objetivamente componentes característicos de un golpe de Estado, los elementos subyacentes en el fenómeno catalán exigen un análisis más amplio.

Como en otros órdenes de la vida, en política la importancia de acertar en el diagnóstico de los problemas es fundamental, si queremos evitar la prescripción de remedios que curen al paciente terminando con él. Pero vayamos por partes.

¿Qué es, de entrada, un golpe de Estado? Parafraseando al juez del Tribunal Supremo de los EEUU, Potter Stewart, podríamos decir que “sabemos lo que es cuando lo tenemos delante”: nadie dudó por un instante de lo que estaba haciendo Antonio Tejero, pistola en mano, en el Congreso de los Diputados.

Y es que en España tenemos una larga tradición de golpes de Estado clásicos, iniciada en 1814 con protagonistas como Elío, Prim, Pavía, Primo de Rivera y Franco, entre varios otros.

Kelsen: «Una revolución, en el sentido amplio de la palabra, abarca también el golpe de Estado, y es toda modificación no legítima de la constitución»

Esta tipología golpista se ajusta como un guante tanto a la teoría del golpe de 1639 de Gabriel Naudé, como a la más reciente definición de Norberto Bobbio: 

“(…) el golpe de Estado es un acto llevado a cabo por parte de órganos del mismo Estado (…) en la gran mayoría de los casos quienes se adueñan del poder político a través del golpe de Estado son los titulares de uno de los sectores claves de la burocracia estatal: los jefes militares (…)”.

Pero esta definición, en su literalidad, no nos resulta útil en el caso que nos ocupa. Podemos encontrar una mejor aproximación al problema catalán en las tesis más matizadas de Hans Kelsen:

“(…) una revolución, en el sentido amplio de la palabra, abarca también el golpe de Estado, y es toda modificación no legítima de la constitución –es decir, no efectuada conforme a las disposiciones constitucionales–, o su reemplazo por otra. (…) Es indiferente que esa modificación de la situación jurídica se cumpla mediante un acto de fuerza dirigido contra el gobierno legítimo, o efectuado por miembros del mismo gobierno; que se trate de un movimiento de masas populares, o sea cumplido por un pequeño grupo de individuos”.

La feliz introducción por parte de Kelsen de la variable revolucionaria, nos permite acercarnos a la verdadera dimensión del problema, haciéndonos menos vulnerables a la simplona –pero eficaz– refutación de las teorías clásicas del golpe de Estado por parte los separatistas catalanes.

Según la definición estándar, un golpe de Estado implica necesaria y crucialmente el ejercicio de la violencia o la amenaza de coerción forzal. Otros parámetros críticos hallables en las teorías clásicas del golpismo hacen referencia al secretismo usado en la preparación del complot, así como a lo súbito e inesperado de su ejecución.

Ambos indicadores están ausentes en el caso catalán, que ha hecho, por el contrario, ostentación pública de sus intenciones, y se ha caracterizado por una ausencia de violencia a priori que ha permitido a los promotores de la independencia de Cataluña denegar plausiblemente la mayor, no sin cierto éxito, allende nuestras fronteras.

El proceso separatista es antes que nada un movimiento de masas, no exento de atributos pre-políticos propios de los cultos religiosos

Sabemos, sin embargo, que la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia, y que ejercitar la violencia a posteriori es una condición necesaria para hacer efectivo el golpe de Estado.

Porque, recurriendo de nuevo a Kensel, hemos de hacer notar que:

“(…) si la revolución no triunfara –es decir, si la constitución revolucionaria, no surgida conforme a la vieja constitución, no lograra eficacia– los órganos que designara no dictarían leyes que fueran efectivamente aplicadas por los órganos previstos en ellas, sino que, en este sentido, la antigua constitución permanecería en vigencia (…) la revolución no sería entendida como un proceso de producción de nuevo derecho, sino como un delito de alta traición, conforme a la constitución vigente y a las leyes penales fundadas en ella y consideradas válidas”.

Esta es precisamente la situación en la que se encuentran los líderes independistas, lo cual no implica –a diferencia de lo que suele ocurrir cuando el liderazgo de una conspiración golpista es descabezado– que el conflicto haya desaparecido con ellos.

Y ello es así porque el proceso separatista es antes que nada un movimiento de masas, no exento de atributos pre-políticos propios de los cultos religiosos, que se ve retroalimentado por el activismo de decenas de miles de funcionarios, cuyo compromiso político ha facilitado la creación de un vacío de poder estatal destinado a ser ocupado sin solución de continuidad llegado el momento, al tiempo que se han fomentado la deslegitimación del Estado y las guerras culturales.

Infiltración

Este es un elemento clave, porque tal y como nos explica Edward Luttwak en su manual práctico sobre el golpe de Estado, ni siquiera hace falta dotarse de una organización paralela para la sedición, sino que basta con “la infiltración en un engranaje (…) de la máquina administrativa del Estado, engranaje que a continuación es utilizado para impedir al Gobierno ejercer el control del conjunto”.

Por consiguiente, para comprender la situación catalana tampoco nos son de utilidad las tesis de Curzio Malaparte, que en el fondo aduce que el golpismo es más un problema técnico que político, sosteniendo que es factible dar un golpe de Estado sin que se dé una situación excepcional y con apoyos escuetos.

El teórico italiano, hombre de su tiempo, y probablemente influenciado por el manifiesto futurista de Filippo Tommaso Marinetti, encuadra el método golpista en términos de gestión técnica de la violencia, para lo cual, explica, basta con concentrar los esfuerzos golpistas en infraestructuras y medios de comunicación.

El 1-O creó las condiciones para que la sobrerreacción policial precipitase la fallida del Estado en Cataluña

Donald James Goodspeed, en su tratado de 1967, abunda en este aspecto, señalando que para tener éxito, el esfuerzo de los conspiradores debe concentrarse en puntos neurálgicos del poder gubernamental, a fin de lograr “(…) el cambio de gobierno mediante un ataque, tan brusco como violento, contra la auténtica maquinaria del gobierno”.

Aunque todo esto sea innegable, los cierto es que los promotores de la secesión catalana no necesitan tomar la maquinaria del gobierno, por la sencilla razón de que la maquinaria son ellos.

En ningún ámbito del aparato administrativo es esto más evidente que en la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales, donde el alineamiento militante de sus 2.500 trabajadores con la doctrina nacionalista hace que todo caballo de Pavía sea superfluo. 

El verdadero elemento diferenciador del caso catalán es la existencia de una administración autónoma del Estado, con un PIB similar al de Finlandia, dotada de 165.000 funcionarios y una red clientelar colosal, que se expande por todos los niveles de la sociedad catalana, y que tiene la capacidad –y la voluntad– de proyectar su fortaleza como movimiento popular de masas, interclasista y políticamente heterogéneo, para doblegar al estado de derecho.

¿Estado en fallida?

Por eso, al poner el énfasis en representar el problema como un golpe de Estado, no se aborda su solución, ya que se adolece de tomar la parte por el todo.

Por más que en lo sucedido en octubre de 2017 se puedan encontrar características propias de un golpe de Estado, la naturaleza del movimiento separatista catalán tiene más elementos en común con la revolución islámica que llevó al poder al Ayatollah Jomeini que con el 23-F de Tejero. 

Como en el caso del Viernes Negro iraní, el 1-O creó las condiciones para que la sobrerreacción policial precipitase la fallida del Estado en Cataluña (Martí Blanch dixit), y por ende la victoria revolucionaria del separatismo. Y esta misión colectiva no tiene visos de haber desaparecido, con o sin salvadores de la patria en prisión.

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