Sánchez e Iglesias: dos exhibicionistas para ocultar sus intenciones
La política es exhibicionista. A los políticos les gusta abrirse la gabardina pero no para enseñar su sexo sino para todo lo contrario: muestran lo que les favorece y esconden lo que no les gusta enseñar. Ahora, en las era de las redes sociales, se diría que la política es esencialmente un «postureo» permanente. Los líderes están sobreexpuestos y sienten la necesidad de hiper-actuar cada vez que pueden.
Las nuevas generaciones de líderes tienen un impulso irresistible a informar instantáneamente de todos y cada uno de sus actos. Parece que si no se conocen, si no se hacen públicos, no existen. Las redes sociales nos han acostumbrado al exhibicionismo.
Hubo un tiempo no muy lejano en la que los líderes de los distintos partidos mantenían reuniones reservadas a calzón quitado, con el compromiso de mantener en la reserva sus negociaciones. Consideraban que la discreción les blindaba de presiones y les permitía llegar a mínimos comunes denominadores. Sosiego y calma para acuerdos difíciles.
Para los puritanos de la transparencia quizá les resulte extraño y tiendan a calificar esas prácticas de secretismo. Entonces también existía compromiso a la palabra dada y en ese clima se lograron los acuerdos más importantes de la transición. Si las reuniones de aquellos días hubieran sido retransmitidas en vivo por televisión probablemente no habrían terminado bien.
Ahora el método de comunicación política entre partidos es Twitter en abierto, ni siquiera en modo «mensaje», de tal forma que los climas de opinión son muchas veces más relevantes que las intenciones o deseos de quienes abordan las negociaciones entre partidos.
Esto solo es posible por la laxitud de los pronunciamientos que obligan solo el tiempo que cuesta ponerlos en la red. Al día siguiente, horas después, se puede mantener lo contrario de lo que se formuló porque ni siquiera se guarda memoria precisa de lo que se dijo al principio. Ni los políticos dejan reposar las ideas, ni los periodistas logramos, en esta era vertiginosa, diseccionar la información con la calma y la perspectiva que debiéramos.
Ya sabemos de antemano lo que se han dicho Pedro Sánchez y Albert Rivera. También lo que se dirán el líder socialista y el de Podemos. Si les hiciéramos caso, las reuniones no tendrían siquiera que celebrarse; carecerían de sentido porque las líneas rojas formuladas con antelación al encuentro, de ser ciertas, harían inútil cualquier conversación por la simple razón de que el acuerdo sería imposible.
Todo esto tiene relación con la resurrección de entre los vivos líderes políticos que han estado de vacaciones en su reencuentro de Pascua. Podemos ofrece un acuerdo de gobierno «transversal» que excluye de antemano a Ciudadanos, un partido de centro, es decir, que no está ni en la izquierda ni en la derecha.
Y Pedro Sánchez se niega al veto que Pablo Iglesias tiene ejercido sobre Albert Rivera. Otra línea roja para el PSOE es el referéndum encubierto de autodeterminación para Cataluña, cuestión que es negociable para Podemos y sus franquicias.
A estas alturas todo acuerdo de gobierno resulta imposible, siempre que creamos que lo que dicen los líderes es cierto. ¿Puede Pedro Sánchez faltar a la palabra dada a Albert Rivera de que el matrimonio de sus organizaciones es serio? ¿Puede desdecirse Pablo Iglesias de todas las exigencias que son metafísicamente inadmisibles para el PSOE?
Si asentimos a estos postulados, lo que queda por escenificar es la lucha por culpabilizar al otro de la celebración de nuevas elecciones, en la creencia de que los electores penalizaran a quien considere culpable.
Ya queda menos para el 2 de mayo, el día en que se convocaran automáticamente las nuevas elecciones. Tengo la sensación de que todos están resignados y que este tramo de supuesta búsqueda de un acuerdo es el primer acto de la nueva campaña electoral.