Sánchez Camacho: Alicia en los pasillos

¿Existe una forma de decir volvamos a empezar y discutamos, por ejemplo, lo del Pacto Fiscal? Pues por lo visto sí. Sánchez-Camacho lo está haciendo, by the face. Hace falta perfil, pero, aunque ella lo tiene, no le bastará. La presencia residual del PP en Catalunya da para Camargates de papel couché y poco más. Ya en tiempos de Piqué y Francesc Vendrell era complicado entenderles; no digamos en la etapa de Aleix Vidal-Quadras (intento de eurodiputado de Vox, a la sazón), un señor que tuvo que marcharse el día que Jordi Pujol financió el agujero del PP catalán. Manuel Fraga se tragó los estragos de su partido en las elecciones catalanas del 1984, aquellas que satisfizo Javier de la Rosa desde la Banca Garriga Nogués, con trasiego de maletas a cargo de Enrique Lacalle, entonces concejal pepero y hoy presidente del Meeting Point.

El PP siempre ha sido la misma murga. Huele a rancio y suena todavía a Eduardo Tarragona, aquel expeditivo self made man de los tercios familiares, que repartía octavillas con esta leyenda marmota: «Hablemos claro. Al pan, pan y al vino, vino». Sonaba mal con Alberto Fernández-Díaz, niño pamplonica del Colegio del Pilar y hermano de ministro; e incluso daba pereza acercarse  a la sede popular de la calle Urgel de Barcelona a ver a Piqué, el hombre brillante. No digamos ahora, con la Camacho, acompañada del florentino Enric Millo y de Jordi Cornet, sabueso-tractor de su bancada.

1

Alicia es una mujer de empeine alto, domino del pasillo y escasa mirada. Lo ha sido todo en el PP catalán. Apareció para cicatrizar el fracaso sonoro de Montserrat Nebrera, la lista del naufragio. Y ahora se apoya en el antebrazo de Millo un ex social cristiano con un pasado oscuro en Unió Democrática (UDC), partido bisagra, cruce de caminos entre colegios mayores, a la sombra de Duran Lleida. Junto a la vasca María San Gil y al canario José Manuel Soria, Alicia redactó la ponencia del XVI Congreso nacional del PP. Después de aquello, Mariano la colocó. Y ella respondió: Alicia obtuvo 18 escaños en el Parlament en 2010 y repitió, en 2012, con 19 escaños y 471.197 votos, todo un record.

Sabe dar y tomar. Nacida en Barcelona, cambalachea a la gallega. Se toma mal las confesiones inconfesables de los Bárcenas y compañía sobre la financiación ilegal probada de su partido; pertenece a la estirpe catalana de los supuestos amigos del reo fiscal Rodrigo Rato, una larga lista en la que nunca faltan los Millán Mestre y Juan Rosell (presidente de CEOE), prebostes de la patronal que ayudaron al PP a laminar las cámaras de comercio y las cajas de ahorro.

El pasado jueves, mientras Moncloa echaba a Rato a los leones, la sede catalana del PP, cerrada a cal y canto, revivía el temblor nervioso de Génova: se habían cargado a la bicha. Desde que Rato abandonó el FMI sin dar explicaciones, los barones del PP, incluida Alicia,  tratan de evitar su regreso. Zascandil, simpática y vestida en Santa Eulalia –conjunta amarillos y ocres con el negro taxi–, Alicia es abogada de profesión y profesional de la empatía. La hija del comandante Camacho, que tuvo mando en plaza en el Protectorado de Marruecos, tiene carácter. Pero no controla su instinto catalanófobo ni su toque xenófobo, alineada con el alcalde de Badalona, García Albiol, hombre lagarto del PP; feo, feo. Ella adora el pasquín badalonés –¿Tu barrio es seguro? pintó la derecha en las calles litorales– y, para mejor honra del odio a la diferencia, vinculó a los ciudadanos rumanos asentados en el municipio con la delincuencia. Profesa la fe de la ciudadanía intransigente, entre el modelo vigatano de Josep Anglada y el estilo lepeniano del viejo  Jean Marie. Presume de conocer la entraña judicial que gobierna nuestros destinos: «Tengo un fiscal de confianza en lo del Palau», verbalizó un día, convencida de que la llave de su partido lo abre todo, desde la voluntad de la Fiscal del Estado, Consuelo Madrigal, hasta los tejemanejes  de un Consejo General del Poder Judicial, de mayoría  conservadora.

Mujer de tronío y salto de cama, la Camacho tira de perfil egipcio –nariz ladina, pómulo saltarín y morro trabajado– para convencernos  de que su partido propugna algo. Nada menos que la vuelta al Pacto Fiscal, para salir del atolladero de una independencia en estado de letargo.