Sanahuja y la insoportable levedad del ser presunto delincuente fiscal
La Agencia Tributaria está peinando sin compasión a grandes contribuyentes. Lo saben los Botín, Carceller, Carulla, los Cuatrecasas, Messi, Godia y, ahora, los Sanahuja. Cada uno de los casos tienen diferentes interpretaciones y no todos ellos la misma gravedad simbólica ante la justicia ni ante la sociedad, pero comparten que el sector público ha decidido poner en marcha una cierta acción ejemplarizante para evitar comportamientos de laxitud ante la normativa tributaria.
Hay quien piensa que esa acción es mucho más intensa en Catalunya y que la burguesía barcelonesa es la diana de una eventual fijación de los altos cargos de la Agencia Tributaria y la Fiscalía que se dirige desde Madrid.
Es muy difícil establecer esa distinción y seguramente resulte más una apreciación visual que una realidad tangible. Lo que es menos discutible son los descubrimientos realizados. En algunos casos se solucionan con un acuerdo y el pago de las cantidades exigidas, pero en otros siguen un largo rosario judicial que tarda años en sustanciarse y que resulta más disuasorio para los denunciantes que para los denunciados.
Dicho esto, el caso de la familia Sanahuja y sus difíciles relaciones con la normativa es mucho más lacerante. Los constructores no sólo están en el ojo del huracán ahora por su incumplimiento tributario. Lo estuvieron antes, con el escandaloso asunto de los pisos del Turó de la Peira, de Barcelona, que nos enseñó a los ciudadanos que existía una patología constructiva llamada aluminosis.
Los Sanahuja se hicieron inmensamente ricos gracias a las sucesivas burbujas inmobiliarias, pero se arruinaron estrepitosamente (incluso pese a sus maquinaciones fiscales) cuando se empeñaron en adquirir Metrovacesa al precio que fuese. Siempre se ha explicado que fue una fijación de la segunda generación, que había estudiado en EEUU y pensaba que los masters eran una especie de correspondencia con la astucia en el mundo de los negocios. De hecho, aún colean algunas de sus maniobras: el año pasado la CNMV sancionó a varios miembros de la familia barcelonesa por manipular en el mercado el precio de las acciones de la que fue una de las grandes inmobiliarias de España. Y con Unió Mallorquina mantuvieron tempestuosas y sorprendentes relaciones navieras. Aún se ríen los Núñez.
En 2008 se lanzaron vía OPA a comprar Metrovacesa cuando la burbuja inmobiliaria estaba a punto de estallar. Probaron su medicina por la actitud superlativa de algunos poderosos con el dinero y acabaron con la estrepitosa insolvencia de Sacresa, en junio de 2010, muy endeudada con todos los bancos. Perdieron hasta su participación en el Hotel Vela de la Ciudad Condal porque habían avalado con su patrimonio todos los préstamos que pidieron para aquella operación.
Tenga razón o no la Fiscalía con su denuncia y su petición de penas de prisión, lo cierto es que el barco de 45 metros anclado en Montecarlo, el avión privado, las casas en Madrid y Londres y la mansión de la familia en la mejor zona de Barcelona las han pagado muy caras. Los aires de grandeza son lícitos, aunque más propio de garrulos y nuevos ricos. Además acaban conduciendo a la insoportable levedad del ser un presunto delincuente; fiscal ahora, quizá de otro tipo un tiempo atrás.