Sacudiéndose la inferioridad moral
La rivalidad entre derecha e izquierda en Europa sigue, a estas alturas, condicionada por la larga sombra de 1945. El comunismo consiguió entonces la jugada propagandística maestra: hacer aparecer al fascismo –el mal absoluto–como “derecha”, y presentarse a sí mismo como lo contrario del fascismo (o sea, el bien absoluto).
La derecha civilizada –contigua al fascismo según esa taxonomía– quedaba eternamente bajo sospecha, obligada a justificar sus credenciales democráticas ante una izquierda que se arrogaba la superioridad moral. El paisaje ideológico de los últimos 75 años ha estado presidido por esa asimetría. Por eso “fascista” o “nazi” sigue siendo la descalificación suprema, mientras que “comunista” o “socialista” son etiquetas orgullosamente ostentadas por millones de europeos.
Por eso todo el mundo ha oído hablar de Auschwitz, pero nadie de Kolymá. Protegida por ese manto de superioridad, la izquierda evitó que la aplastaran los inmensos cascotes histórico-universales del Muro de Berlín.
En realidad, la operación de propaganda “comunismo = antifascismo” era una estafa; el comunismo estaba objetivamente cerca del fascismo en asuntos clave, como demostró Robert Tucker en su libro sobre el totalitarismo Rechazo de las libertades, adoctrinamiento masivo en una ideología de Estado, entendimiento de la política en términos schmittianos de amigo-enemigo y de guerra sin cuartel (contra los judíos y “enemigos de la nación” en el caso del nazismo; contra los kulaks, burgueses, y “desviacionistas” en el del comunismo)…
Incluso en lo económico, el fascismo, sin llegar a la supresión de la propiedad privada, sí se caracterizó por un fuerte control estatal del mercado. Ambas ideologías eran antiliberales y antiburguesas, como mostraran, entre otros, François Furet, Stanley Payne o Jonah Goldberg.
El verdadero antifascismo no es la izquierda, sino el liberalismo conservador, con su insistencia en los límites legales y morales del poder político y su creencia en derechos naturales innegociables (a la vida, a la propiedad, a la libertad religiosa, de pensamiento y de expresión…), así como en “cuerpos intermedios” como la familia, las instituciones educativas independientes o las iglesias, indispensables para el desarrollo del individuo y su protección frente a la omnipotencia del Estado. Pero esta es una argumentación a la que la derecha europea del último medio siglo –con honrosas excepciones como Margaret Thatcher– renunció en líneas generales.
España no ha sido una excepción dentro del panorama europeo de derecha tecnocrática que intentaba legitimarse solo en base a sus resultados de gestión, mientras cedía a la izquierda el monopolio de los valores y las ideas. Pero aquí la minusvalía moral de la derecha fue aún más acentuada, por la prolongación del fascismo hasta 1975 (en realidad, el franquismo a partir de los 50 se pareció más al autoritarismo desarrollista de Lee Kwan Yew que al régimen de Mussolini –y no digamos al de Hitler– pero eso es algo que la derecha renunció a poner de manifiesto a partir de la Transición, en una muestra más de claudicación intelectual: además de la de la justicia y la libertad, la derecha española le reconocía a la izquierda la exclusiva de la reescritura del pasado).
La alergia de la derecha española a la batalla de las ideas encontró expresión en la teoría aznariana de la lluvia fina (la evidencia de que “España va bien” irá calando por sí sola, sin necesidad de argumentar), en el mandamiento arriolista de “no despertarás a la izquierda”… y alcanzó su cénit en aquel Congreso de Valencia en el que Mariano Rajoy esgrimió la espada flamígera para expulsar del PP “a los liberales y los conservadores”. No cabía confesión más explícita de vacío ideológico voluntario.
Quizá fue necesario que la derecha descendiese con Rajoy al nadir de la vacuidad para que se produjese, como reacción, la eclosión de Vox. Milagrosamente, por primera vez un partido español de derecha democrática reabría debates que la izquierda había declarado cerrados, con la anuencia de la derecha establecida: el sistema autonómico, la inmigración ilegal y el derecho a fronteras efectivas, la bondad del gasto público, el aborto, la “violencia de género” y la asimetría penal entre hombres y mujeres, el invierno demográfico y la necesidad de políticas natalistas, la reapropriación orgullosa del pasado español, la libertad de educación (frente al adoctrinamiento “progre” en las escuelas)…
Tras cuatro años de travesía del desierto, la eclosión de Vox a partir de diciembre de 2018 ha sido espectacular… pero el tiempo dirá si suficiente. Pues Ciudadanos, que hubiese podido lanzar una opa sobre el centroizquierda (y, en caso de conseguirlo, prestar un histórico servicio a España dotándola por fin de una izquierda no hispanófoba), ha preferido aspirar al liderazgo de la derecha, creando superpoblación en ese espectro.
La victoria del PSOE el 28 de abril se lo pone fácil al PP para culpar a la fragmentación de la derecha y llamar una vez más al voto útil. Vox tendrá que vender caro su apoyo. A medio plazo, creo que la alternativa es: hegemonía de la derecha o muerte.