Rusia contra las cuerdas
El paso dado por Finlandia muestra de forma clara y contundente hasta qué punto han cambiado tanto el Este de Europa como la percepción de Rusia que tenían y tienen sus vecinos
Finlandia no es país que tome decisiones a la ligera. Muy al contrario, los finlandeses son tal vez los mejores especialistas del mundo en calibrar las mejores opciones para preservar su soberanía. Prueba de ello es que su finísimo equilibrio durante la Guerra Fría ha dado nombre, más que a una palabra, a un concepto nuevo: la finlandización.
La finlandización combinó la amistad con la dictadura comunistas e imperialista soviética con la democracia y la economía de mercado en el país. Había que hilar muy fino, simular vasallaje, ofrecer garantías ilimitadas, las únicas creíbles, de seguridad. Los soviéticos no se lo pensaban dos veces antes de sofocar a los díscolos mediante fulminante invasión militar.
Hay que ponerse en el lugar de los finlandeses. Imagínense como un ser diminuto bajo una inmensa bota con la punta levantada sobre su cabeza. Finlandia: apenas cinco millones de habitantes, 1.200 kilómetros de frontera común que el gigantesco del oso rojo podía atravesar con suma facilidad. En un mundo bipolar y con aquella gran y temible potencia que fue la URSS, había que ser un maestro funambulista para preservar la independencia y esquivar la influencia soviética.
Ahora, las tornas han cambiado. De la hazaña antibélica a lo largo de la interminable Guerra Fría, al desafío descarado que significa el ingreso en la OTAN. Los 1.200 kilómetros de frontera con Rusia siguen ahí. El paso dado por Finlandia, la muy meditada decisión de incorporarse al organismo que Putin y Rusia contemplan como su máximo enemigo muestra de forma clara y contundente hasta qué punto han cambiado tanto el Este de Europa como la percepción de Rusia que tenían y tienen sus vecinos.
La idea, el objetivo, la obsesión de todos ellos, larvada a lo largo de la historia y todavía más entre los acuerdos de repartición de Yalta y la caída del Muro, consiste en ponerse a salvo de Rusia, mantener sus garras lo más lejos posible. Eso consiguieron no pocos, que en cuanto entrevieron la posibilidad de colarse en la Alianza se precipitaron en tromba. Los que no osaron o no pudieron, siguen con una renta per cápita y un régimen de libertades muy por debajo de los que escaparon al abrirse el Telón de la jaula.
Los países escandinavos gozan de unos niveles de bienestar y libertad que los sitúan entre los mejores del mundo. Incluso las pequeñas tres repúblicas bálticas, en especial Lituania, están hoy tan cerca de parangonarse con los países avanzados como lejos de la miseria de la época en la que Rusia o la URSS les dominaron. Se mire como se mire, no hay comparación que no hiciera palidecer y avergonzar a los rusos que todavía creen en los mensajes de esperanza para toda la humanidad de Chejov o Tolstoi.
Esta guerra, de pura expansión imperialista a la vieja y trasnochada usanza, se justificó, allí, por parte de sesudos analistas americanos e incluso por ex embajadores de aquí y acullá, por la necesidad y el derecho de Rusia a mantener un perímetro de seguridad.
El método de dominio ruso consiste en la imposición forzosa, la destrucción física del díscolo y el trágala. La comunidad occidental se fundamenta en la amistad y cultivo de intereses mutuos. La voluntad de los países vecinos de Rusia no cuenta. Putin actúa como si la OTAN preparar una invasión en vez de proteger de posibles ataques. ¿Resultado?
La pretensión por la culata, doblada, corregida y aumentada. De 1.200 a 2.400 quilómetros de frontera entre Rusia y la OTAN. ¡La OTAN a un tiro de piedra de la sacrosanta San Petersburgo! Si esto no es un solemne fracaso…
Hay más. Lo que ha cambiado desde el punto de vista finlandés y subsidiariamente sueco son dos cosas: primero, la capacidad militar; segundo y mucho peor, la fiabilidad de Rusia. Los líderes soviéticos dictaban sus reglas, y ay de quien no las acatara pero tranquilo quien las siguiera. Aunque fuera para mal, eran previsibles y cumplidores.
La Rusia de Putin es incapaz de engullir a Ucrania. Su ejército, corrupto y plagado de mandos más insidiosos que eficaces, se bate en retirada de las grandes ciudades. O sea, que el tamaño de la bota se ha reducido hasta proporciones insospechadas antes de esta invasión.
Lo que motiva a Finlandia no es pues tanto el temor a una posible invasión rusa, cuyo resultado sería un fracaso mucho mayor que el de Ucrania, como olvidarse de la amenaza de una vez por todas. Desfinlandizarse de una vez por todas para poder ser plenamente Finlandia. Eso solamente se consigue estando en la OTAN.
El momento es propicio porque Rusia está contra las cuerdas, contra las cuerdas con que ella misma ha fabricado y con las que se ha atado. Como ya se vio el primer día de esta guerra, la Rusia de Putin se ha acabado. Vendrá otra, a la que habrá que tender una mano amiga, a la que ayudar a superar sus traumas, abrazar de veras la democracia y reincorporarse a la comunidad a la que pertenece, o sea Europa.