Retrato de una semana en negro

La semana pasada, el juez que instruye el caso Palau impuso a Convergència Democràtica de Catalunya (CDC) una fianza de 3,2 millones de euros al considerar suficientes y probados los indicios de que se financió irregularmente a través de empresas que utilizaron la conocida institución musical para esos fines. Es un hecho gravísimo. Acusa al partido que gobierna hoy la Generalitat de lucrarse de los delitos de Millet y Montull, por eso la fianza. Sinceramente, aunque no lo esperaba, me hubiese gustado oír alguna declaración de su máximo responsable, el President Artur Mas. Nada de eso se ha producido.

Al contrario, ERC salió en su apoyo y unió sus votos a los del partido incriminado para evitar que Mas tuviese que dar explicaciones ante el Parlament. Dicen que esa comparecencia podría distraer a la ciudadanía de la reivindicación del pacto fiscal. Craso error. La credibilidad de la política no es hoy un tema menor, una distracción; al contrario, constituye una de las principales preocupaciones del país. La imputación de CDC y, sobre todo, la falta de una respuesta honesta por parte de sus dirigentes constituyen una pésima noticia. Una más.

La semana pasada, la Comunidad Valenciana pidió finalmente ser rescatada por el Gobierno central. Si no les gusta la palabra rescate, pónganle la que quieran, no cambiará mucho las cosas. El primer caso de quiebra de unas finanzas autonómicas, lo que según dicen algunos fue un hecho determinante para que la prima de riesgo alcanzara niveles récord, por encima de los 610 puntos, y una nueva caída espectacular de la Bolsa.

Valencia constituye probablemente uno de los casos más emblemáticos de despilfarro y falta de control presupuestario. Decenas de empresas públicas en pérdidas y sin planes de viabilidad creíbles, la corrupción salpicando a algunos de sus dirigentes más señalados, un sistema financiero autóctono arrasado y una absoluta falta de un modelo de desarrollo económico sostenible, dibujan el contorno político de la tercera o cuarta comunidad autonómica del Estado español. El rescate da alas a los que defienden la recentralización del Estado, pero en cualquier caso es una pésima noticia para la credibilidad del conjunto del país.

Y la semana pasada, quizás, llevó al Gobierno de Rajoy a su nivel más bajo de popularidad ante la opinión pública. El problema ya no está en las medidas que debe tomar, sino en la sensación que transmite de K.O. técnico, de estar tocado como un boxeador a punto de besar la lona y de adoptar medidas con la fe con la que un náufrago bracea desesperadamente. Medidas cada vez más duras que no consiguen inclinar la tendencia de la prima de riesgo pero que irritan cada vez más a más amplias capas de la población, que empiezan a perder la esperanza de que sus sacrificios sirvan para algo. Y lo peor es que no está claro que el Gobierno lo crea. Al menos, eso podría deducirse del incomprensible secretismo con que intenta colar algunas de sus decisiones o su justificación.

Una situación tan excepcional no puede ser reto para un único partido, aunque éste tenga la mayoría absoluta; y, sin embargo, el Gobierno parece más y más solo conforme pasan los días. A veces da la sensación de que esa soledad no es querida sino la consecuencia de su incapacidad para explicar ni siquiera a otras fuerzas políticas próximas adonde va, empujado por quién o qué, con qué horizonte. Y, sin embargo, la conciencia de que el Gobierno ha perdido la iniciativa en la lucha contra la crisis y es incapaz de sumar esfuerzos sería una de las peores noticias que nos quedaría por recibir. El país empieza a estar cansado y la urgencia de invertir la situación se atenúa.