Resulta que Fidel Castro era mortal

Han faltado apenas dos meses para que Fidel Castro Ruz batiera uno de sus propios récords. Ha sobrevivido a once presidentes de los Estados Unidos, desde Dwight David «Ike» Eisenhower hasta Barack Obama.

Los diez primeros dieron orden a la CIA de asesinar al líder revolucionario de Cuba. La leyenda se ha agrandado, precisamente porque no lo consiguieron. Y solo le han faltado un mes largo para añadir el nombre de Donald Trump a esa larga lista. Se ha aliviado de tener enfrente, seguramente, a otro presidente enemigo encarnizado al otro lado de la Florida.

Con la muerte de Fidel se cierra tardíamente el siglo XX. Era el único mito sobreviviente de la Guerra Fría. Fue la piedra, el clavo en el zapato de los Estados Unidos durante más de cincuenta años, hasta que el Papa Francisco y Barack Obama se conjugaron para poner fin al ridículo juego del embargo –o bloqueo, como lo llaman en Cuba- de la primera potencia del mundo a una pequeña isla del Caribe, situada a tan solo noventa y ocho millas de la costa de la Florida.

La incapacidad de Estados Unidos para doblegar a la Cuba castrista ha sido manifiesta. Todo empezó con el desembarco de una fuerza expedicionaria organizada por la CIA en Bahía Cochinos o Playa Larga, en el vocabulario revolucionario. Eran tiempos de la presidencia de John Fitzgerald Kennedy, pero la operación se gestó bajo el mandato de su predecesor, Eisenhower.

Aquello fue un desastre repelido directamente por el comandante en jefe, que demostró una vez más su calidad estratégica. Mandó primero hundir los barcos que habían protagonizado el desembarco a los que la incipiente fuerza aérea revolucionaria mandó al fondo. Los asaltantes se quedaron si avituallamiento ni medios de retirada. Luego, con calma, encerró a los mercenarios de la CIA y acabó con la intentona.

Los prisioneros, más de mil, fueron enviados a Estados Unidos en lo que se llamó «operación compota». El precio de su libertad fue comida para niños en botes de cristal. Todo un mensaje.

El presidente Kennedy no conoció la operación hasta que fue inevitable. Encubierto el desembarco por la CIA, solo podía evitar el desastre con la implicación de fuerzas regulares norteamericanas para asentar una cabeza de playa que apenas resistió setenta y dos hora. Kennedy se opuso a la intervención directa y todo terminó en la victoria de Fidel.

A estas horas, cuando el cadáver de Fidel Castro todavía estará caliente, es difícil hacer un juicio rotundo de su figura. La prensa española está llena de calificativos como sátrapa, tirano o dictador. Conviene tener la cabeza fría. Napoleón fue un emperador con poder absoluto que conquistó y llenó de sangre toda la Europa continental y Egipto. Los libros de historia que leen los niños franceses lo tratan como el héroe más grande que jamás tuvo Francia. El tiempo pone a cada uno en su sitio.

He cruzado breves palabras con Fidel Castro cuando su figura todavía imponía. Era un cubano «jodedor», que en la jerga cubana significa divertido, cercano, explayado. Era difícil entrar en la conversación porque no había nada que le gustara más que escucharse a sí mismo.

En sus primeros años en el poder se paseaba por La Habana, casi sin escolta, y se paraba a hablar con los vecinos. Poco a poco solo se le podía ver fugazmente, cuando se desplazaba por La Habana en un convoy de tres Mercedes blindados negros en los que era difícil averiguar cual ocupaba.

Solo dejó el poder cuando su salud se lo exigió, después de una grave enfermedad que estuvo a punto de costarle la vida. Ha sido, sobre todo en la primera hora de su ausencia, un vigilante casi siempre sigiloso del proceso revolucionario que continuó su hermano Raúl.  Asistió en silencio al deshielo impensable del muro que Estados Unidos había construido alrededor de Cuba.

Sería difícil establecer una relación numérica entre los cubanos que lo idolatran y quienes han brindado con su muerte, sobre todo los miembros del exilio asentados en Miami.

Es difícil una grandeza sin contrapuntos. Se puede criticar a Fidel Castro por muchos motivos, algunos muy importantes. Pero no se le puede negar su grandeza de estadista, su capacidad de haber colocado a Cuba en el epicentro de la política mundial durante casi cincuenta años. Y de haber vencido a Estados Unidos durante esos mismos años.

Este año, en el mes de octubre, se consiguió el deshielo definitivo de Cuba y su inserción sin reparos en el mundo. En la resolución que todos los años se celebra en el pleno de Naciones Unidas, sobre el final del embargo norteamericano a Cuba, no hubo votos en contra. Solo algunas abstenciones. La ONU puso el lazo de oro al final de una época.

Su entierro va a ser un espectáculo sin ningún lugar a dudas. Muchos cubanos, incluso algunos muy críticos con sus políticas, le consideran un padre. No hay recipiente adecuado para las lagrimas que se habrán vertido hoy en Cuba. Muchos otros habrán dado un grito de júbilo. Pero esa dislexia es, probablemente, la condición de la grandeza.

El futuro es contradictorio. La muerte de Fidel Castro, en circunstancias normales, hubiera debido acelerar la normalización de relaciones con Estados Unidos. Lo que falta es rebobinar la extensa lista de leyes y reglamentos que se han tejido durante muchos años para atar bien el aislamiento de Cuba. Todo ha ido rápido en los dos últimos años. Pero falta mucho porque el proceso legislativo norteamericano es prolijo.

Ahora está por ver la actitud de Donald Trump con Cuba, con la muerte de Fidel a un mes y medio de la toma de posesión de la presidencia norteamericana por Donald Trump. Ahora mismo su equipo estará revisando los resultados electorales de la Florida para calibrar el peso que ha tenido el anticastrismo en la victoria republicana en ese estado crucial. Si la han decantado los anticastristas, el asunto puede volverse peliagudo.

Confieso que me he quedado confuso con la noticia de la muerte de Fidel Castro Ruz. No tenía previsto este suceso; no me refiero a una fecha ni a una época determinada. En ocasiones tuve la tentación de creer que era inmortal; que este día no me alcanzaría nunca. Por fin el día ha llegado y solo lamento no estar en La Habana para respirar una atmósfera que será irrepetible.

Mi próxima visita a Cuba, después de casi treinta años de mi primer avistamiento, seguro que será muy distinta.