Resignificar el centroderecha
El centroderecha español necesita resetearse. Lo mismo que en el resto de los países europeos y occidentales. Lo que ha sucedido con el Partido Popular en las últimas citas electorales no es algo nuevo ni inusual. Antes se produjo en Italia con la Democracia Cristiana y posteriormente con el Polo de la Libertad. En Francia, con la Unión por un Movimiento Popular, después, con Los Republicanos y, quizá, mañana con La República en Marcha de Macron. En el Reino Unido, el tsunami del brexit amenaza con llevarse por delante al dos veces centenario partido conservador. Algo parecido a la devastación que sufre en los Estados Unidos el Partido Republicano con la irrupción del ciclón Donald Trump y su populismo supremacista.
Los partidos tradicionales de la derecha están en crisis en todo Occidente. Un fenómeno parecido al que también ha vivido la izquierda. En ambos casos nos enfrentamos a un escenario de implosión descontrolada de la arquitectura partidista que conocíamos desde la Segunda Guerra Mundial. Hablamos de un proceso que va acompañado de una ocupación del espacio electoral por el populismo, que adopta distintos rostros, todos ellos hostiles a los partidos clásicos. Incluso en Alemania, donde los democristianos resisten aunque con fuerte pérdida de votos y los socialdemócratas siguen en caída libre al lograr elección tras elección un suelo más bajo en el voto de los ciudadanos.
La razón de este fenómeno hay que buscarla en un sumatorio que agrupa a la revolución digital con la posmodernidad. Estamos ante un cambio de paradigma político que está alterando profundamente la mentalidad del pueblo y que tiene que ver con factores culturales, sociales y económicos. Christophe Guilluy sitúa el origen de esos factores en la desaparición paulatina de la clase media occidental. Un hecho que está resignificando la política y modificando radicalmente los esquemas teóricos que fundaron la política democrática desde la república de Weimar alrededor del pacto entre el capital y el trabajo que neutralizó los efectos desestabilizadores que trajo la revolución soviética.
Este cambio de mentalidades políticas es lo que está provocando que las categorías derecha e izquierda puedan ser calificadas de conceptos zombis. De hecho, la política apenas se moviliza ya alrededor de ellas. Algo que sucede también alrededor de conceptos con libertad e igualdad, que se ven cada día más matizados y excepcionados por la irrupción de otros ejes de tensión y diálogo políticos que dejan atrás las ideas que activaron y dieron relato a la política desde la Revolución Francesa. En realidad, lo que sucede con la polaridad derecha e izquierda o libertad e igualdad es que son capaces de movilizar mayorías sociales en su contra cuando se manifiestan como vectores unidireccionales y binariamente confrontativos el uno con relación al otro.
Y lo que se dice de la dialéctica derecha-izquierda puede proyectarse igualmente sobre la idea de centralidad, que se ha interpretado como una equidistancia entre ambos extremos del espectro político. Reflexiones espaciales sobre la política que van siendo paulatinamente desbordadas por una realidad que no admite ya la polaridad lineal de los conflictos del pasado. Hoy, hace falta desplegar esfuerzos de resintonización con una realidad más y más compleja que incorpora vectores determinantes como el feminismo, la sostenibilidad, la periferización de las experiencias o la amenaza del transhumanismo, entre otros. Vectores que obligan a diseñar el horizonte de la política desde una visión tridimensional y posmoderna que analice con ojos de dron lo que está sucediendo para poderla mapear adecuadamente.
En este sentido, el futuro del centroderecha se complejiza extraordinariamente a la hora de vislumbrar por dónde es viable su reconfiguración partidista. Estamos viendo que las soluciones que se ensayan en otros países chocan con el muro de una realidad que descarta su operatividad dentro de las categorías que antes mencionábamos. Además, las distintas manifestaciones del populismo y el cesarismo están trastocando aún más esa viabilidad. Entre otras cosas porque los ejes de legitimidad de la democracia están desplazándose del liberalismo al populismo. ¿Entonces?
Las posibilidades de resignificación de lo que fue el centroderecha español vienen de la mano de un sumatorio de perspectivas y vectores diversos que hace falta integrar y armonizar. Especialmente porque la política comienza a organizarse en torno a una tensión posmoderna de actitudes que sustituye a la dialéctica ideológica del pasado. Una tensión que polariza la sociedad entre moderados y radicales y que, con el tiempo, irá en aumento en los próximos años. Las pasadas elecciones europeas han sido una muestra de esta dualidad transversal de actitudes. Así, la moderación es sinónimo de una apertura tolerante al diálogo con la realidad y los otros.
Una moderación que presupone la libertad como principio operativo esencial pero que ha de ponerse en relación con otros vectores como la tolerancia, la legalidad, la regulación, la privacidad, el respeto a las reglas de juego, la lógica de los derechos, incluyendo la propiedad –también en el ámbito de los datos–, la ética de los valores en la revolución digital, el humanismo, la sostenibilidad y los debates de género y orientación sexual como escenarios que deben ser afrontados desde nuevos enfoques en torno a la libertad que den una entidad más ontológica y menos ideológica a los planteamientos a debatir.
En fin, una resignificación que deslocaliza al centroderecha para ubicarlo dentro de coordenadas más dinámicas y heterodoxas con las que responder a un modelo de sociedad que sufre dislocaciones muy profundas que amenazan su viabilidad si no se piensa la política desde una perspectiva de gobernanza que suma y no divida, que complemente y colabore y no excluya e imponga. Un centroderecha dinámico y dialogante para un mundo y unas sociedades más fluidas y diversas.